miércoles, 17 de septiembre de 2014

MADRID NOCTURNO EN 1984

La noche a bordo de una copa

Un recorrido por el Madrid nocturno de 1984




Antonio Gómez
EL PAÍS. 25 NOVIEMBRE 1984

Siempre hay que bajar escaleras para entrar a los locales nocturnos, donde la diversión se viste de alcohol y espectáculo. Las escaleras de Pasapoga son lujosas, adornadas con columnas de mármol, barandillas tapizadas y espejos enmarcados en dorado. Las de Sacha's se internan en las profundidades bajo la mirada entre patética y orgullosa de los artistas que se travisten de grandes estrellas de la canción. Pero los zapatos de los clientes pisan igual en todas. Con seguridad y fatuidad en unos casos, con algo de miedo y complicidad en otros. En todos ellos con la esperanza de encontrar lo que se busca: el número seguro o el número sorpresa.

Pasapoga, que en 1942 abrió sus puertas al público, es uno de los centros más veteranos de la noche madrileña. Un local para gentes de bien, matrimonios de clase media, parejas de recién casados, grupos de jóvenes aseados y poco bullangueros, algún despistado de visita en la ciudad, que buscan un momento de esparcimiento que no turbe sus conciencias. El serio humorista Eugenio desgrana su rimero de chistes sosos entre aplausos más bien tímidos que aumentan cuando la broma va de catalanes y disminuyen cuando los protagonizan madrileños. "Éste es un ambiente selecto dentro de lo que hoy día es selecto", comenta Daniel Dorado, gerente del local desde hace 32años. "Lo que no se puede ver aquí son hyppies y así. No se les permite la entrada; y ni siquiera vienen, tal vez porque les impone respeto el local", añade.

Los espectáculos de locales como Pasapoga, Windsor, Cleofás o Xenon se especializan en humor más o menos aderezado con cabaré. Los tiempos han cambiado y el público que acude a ellos se inclina por la risa, pero hay también sus gotas de cultura en la coctelera nocturna madrileña. Locales en los que el jazz y la música suramericana guardan las esencias para un público fiel que coincide en tipología y clase social: profesionales, estudiantes, parejas con tejanos y bolsos de cuero en bandolera, restos del naufragio de la progresía madrileña.
Gana la despolitización 
Gonzalo Reig era apenas un muchacho cuando decidió salir de España con la guitarra a cuestas para correr la aventura. Actuó en la Costa Azul para Onassis, descubrió la música suramericana y se unió a Héctor Miranda, director de los entonces nacientes Calchakis, y estuvo con ellos casi diez años, grabando con el grupo 13 discos de música de los Andes. Volvió a España en 1975 y puso en marcha Toldería, grupo musical y local, uno de los pocos que han sobrevivido a la crisis de lo suramericano en España. Hoy en día se han cerrado buena parte de ellos por falta de clientela, pero los dibujos indigenistas de las paredes de Toldería siguen recibiendo, entre luces tenues y taburetes de madera forrada, a quienes quieren escuchar una quena, un charango o la Canción del jangadero que escribieron Jaime Dávalos y Eduardo Falú.

"Las cosas han variado poco --dice Gonzalo--; hay algo menos de público, aunque la crisis de hace un par de años, cuando se tocó fondo, comienza a superarse. Antes nos pedían canciones más politizadas, ahora nos decantamos por la música de Suramérica en toda su extensión estética y literaria". Mientras Rafael Amor, Omar Berruti o el propio grupo que da nombre al local interpretan sus canciones, unas cuantas parejas distribuidas por la sala escuchan atentamente llevándose una copa a los labios o intercambiando miradas y manos en un gesto que no tiene nada de clandestino. Los abrigos cuelgan en los percheros, en la barra de la derecha de la puerta se sirven bebidas y se atiende a los clientes, que todavía tienen que llamar a la puerta para entrar. Si acudir a un local de este tipo ya no tiene la mística de lo prohibido, de los espacios de libertad compartidos en silencio y complicidad que fueron hasta hace pocos años, todavía queda en ellos la fidelidad al son de la guitarra y la palabra poética.

Si la música suramericana ha decaído en el gusto del público nocturno madrileño, el jazz parece haber tomado su lugar. Se han abierto locales nuevos: Clamores, Manuela o Ragtime, en los que se expresan los nuevos artistas de jazz españoles ante públicos en su mayor parte jóvenes y de indudable entusiasmo. El local decano sigue siendo el Whisky Jazz Club. El 22 de diciembre cumple 22 años. El mismo VIady Bas que lo inauguró comparte ahora el escenario con el batería Pepe Sánchez, el pianista Agustín Serrano, que quizá busca en la improvisación jazzística la libertad que no encuentra en su cargo de profesor del conservatorio, y el bajista Eduardo Medina. Whisky Jazz es el local donde se mantiene más firmemente la tradición de un jazz que nace en el dixieland y acaba en el bebop. Desde las paredes las grandes figuras, de Ella Fitzgerald hasta Charlie Parker, observan con agradecimiento a una clientela que ha variado poco en los últimos años, fiel en sus ideas y en sus gustos, más amantes de la conversación.

Segundo López, que fue repartidor de prensa hace tiempo y desde 1966 es encargado general del local, confirma la idea de un público fiel y entendido que acude con regularidad a tomar una copa y a escuchar buen jazz, especialmente los fines de semana, únicos días en los que la pequeña sala se llena. Desde detrás de la barra, entre carátulas de discos de Pedro Iturralde, Bob James o Coleman Hawkins, se sumerge en el cariño hacia una profesión que es algo más que un trabajo: "Esto no es para ganar dinero. Es más una afición y una manera de mantener viva la llama. Los clientes vienen a escuchar buena música, charlar un rato y encontrarse con los amigos. Es como un club de fieles, aunque siempre hay gente nueva que luego repite".
En el fondo del vaso
Avanzando por los círculos de la noche madrileña se llega a los locales donde el espectáculo se cubre de velos prohibidos. Es el mundo del erotismo, de la pornografía, de la ambigüedad sexual, de ambientes en los que se entra por afición o simple curiosidad. En ocasiones con algo de temor a lo desconocido o de morbosidad por lo inesperado, lo nunca visto. Es el paraíso de los sueños prohibidos que se quieren quitar de la mente pero que arrastran irremediablemente hacia clubes, caberés y salas en donde se puede encontrar cualquier cosa, desde una alfombra en medio de las mesas donde una pareja hace el amor con cara de aburrimiento hasta profesionales que pretenden hacer un arte de su marginado trabajo.

"La gente está muy cortada con el sexo. En España se hace todavía el amor con la luz apagada. Esto es una forma de decirle al público que eso se puede cambiar, que el sexo puede ser bonito, aunque haya muchos que lo hagan como rutina, sin poner nada de sí mismos, sin arte". Es Lino quien cuenta, Aquilino Campolongo, un argentino con algo de personaje pasoliniano en la figura, que dirige El Poncho Erótico, otrora pionero café-teatro de un Madrid predemocrático y desde hace seis años local pornográfico.
A la una y media de la madrugada se presenta el espectáculo ante un público más bien escaso que reacciona de muy distinta manera. Dos matrimonios que en la primera fila baja la mirada cuando los actores se aproximan demasiado, un grupo de hombres que al fondo de la pequeña sala no pierden detalle de las evoluciones de Shelley, una inglesa que durante el día ejerce de ama de casa y lleva 10 años dedicándose al porno duro. Antes había sido actriz, se sigue considerando como tal y comparte con su compañera Patricia, francesa, que durante el día es profesora de gimnasia aeróbic, el gusto de enseñar el cuerpo desnudo a la gente "porque ésa es también una forma de arte".

La misma idea la comparte Miguel Velasco, actor y transformista, que en Sacha's, un pequeño local de la plaza de Chueca, presenta con una reducida compañía un espectáculo divertido que sin duda decepcionará a los morbosos. Las habituales imitaciones de Sara Montiel, Juanita Reina o Isabel Pantoja se intercalan con un recuerdo del Quijote, un homenaje a Doña Rosita la soltera o una alegoría sobre la paz a partir de La muralla y Caminando en la voz en off de Ana Belén. "El mayor problema es el de los medios económicos --coincide toda la compañía-- No se pueden hacer buenos espectáculos sin presupuestos y en escenarios tan pequeños. Además esto tiene unas connotaciones de mariconería que no es exacto; una cosa es ser transformista y otra gay, que no van necesariamente unidas ambas cosas, aunque coincidan en muchos casos. Nosotros, maricas o no, somos actores que hacemos este trabajo como podíamos hacer otro". El público aplaude la parodia de las estrellas de los sesenta con la que cierran su espectáculo, pagan la última copa y suben las escaleras al encuentro del frío de la noche. Mañana será otro día.
Al final de la resaca
Los últimos cierres han caído; en las copas apenas queda un poso de licor o polvos. Antes de volver a la soledad de la habitación todavía es posible disfrutar de la noche en lo que ya no es espectáculo sino cruda parodia del amor. A partir de las tres y media, taxis y furgonetas dejan a las prostitutas que trabajan en las afueras de Madrid a las entradas de las carreteras. En la plaza de España, Atocha, Conde de Casal o plaza de Castilla aparecen pintadas y maquilladas para recuperar los últimos clientes. Debajo del puente de la Castellana, junto a las esculturas de Chillida o Sempere, los travestidos siguen esperando a los clientes más noctámbulos. Paula y Greta son canarias. ¿Por qué no van a serlo si prefieren ser canarias a canarios? Han venido a Madrid hace menos de un año en busca de nuevos paisajes, posibilidades nuevas y más dinero. Sólo han encontrado lo mismo de lo que vinieron huyendo: clientes simpáticos o desagradables que buscan desahogo en un coche o en una cama. Pueden ganar entre 2.000 o 5.000 pesetas por servicio. Aunque sueñan con ser artistas del espectáculo, han de conformarse con el frío de la noche. "La calle es muy dura. Estás expuesta a que te den un navajazo o a que te detengan sin motivo y te humillen de mala manera. Pero de algo hay que vivir. Un travestido no tiene otra salida. ¿Te imaginas a una de nosotras trabajando en unos grandes almacenes? Además, aquí viene todo el mundo, por algo será", concluye Paula.







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