jueves, 31 de julio de 2014

LOS BRILLANTES EMPEÑOS. La belleza como terapia

Los brillantes empeños
La belleza como terapia




Autor y director: Pablo Messiez
Con textos de Calderón, Lope, Tirso,
Teresa de Ávila, Quevedo y Cervantes

Intérpretes: Carlota Gaviño, Rebeca Hernando,
Javier Lara, Juan José Rodríguez,
Íñigo Roríguez-Claro, Mikele Urroz

Ayudante de dirección: Javier L. Patiño
Producción: Grumelot, en coproducción con
Nave 73 y el Festival Internacional
De Teatro Clásico de Almagro


¿Puede la palabra ser un lenitivo del dolor, como la tableta Okal de aquella infancia de crespones negros que me toco vivir? ¿Un paliativo para la insatisfacción? ¿Un remedio contra la soledad? ¿Un refugio, en fin, frente a ese mundo sucio y feo que rebosa los televisores?

No unas palabras cualquiera; no crisis ni austeridad ni regulación, no incomprensión ni paro, hambre, guerra, opacidad o desvergüenza. Ni siquiera cólico, escuálido o apátrida, aunque sean esdrújulas, que ya sabemos que son palabras con licencia para matar. No las palabras sueltas e inconexas que sólo son ruido, sino aquellas que unidas a otras en la línea del verso constituyen la belleza y que enlazadas en la ristra del tiempo forman la cultura. Esa misma cultura que la humanidad ha utilizado a lo largo de toda su historia como arma contra la barbarie. No el discurso vacuo del líder de turno, sino las enseñanzas eternas de los maestros de siempre.

Todas estas digresiones --paridas quizás sería más exacto-- me vienen a la cabeza después de ver y rever el espectáculo “Los brillantes empeños”, cuyos títulos ya he incluido arriba, que se ha presentado el pasado fin de Semana en la sala madrileña NAVE 73, tras haberse estrenado en el Festival de Teatro Clásico de Almagro, y que volverá pasado el verano a escenarios que en su momento se anunciarán.

Entro a saco en ella, armado con la única credencial de espectador atento y en la absoluta convicción de que una obra de arte, en este caso teatral, no dice sólo lo que sus creadores han querido poner en ella, sino también lo que los espectadores aportan con su propia percepción de lo que sucede en el escenario. Con esa patente de corso en la cartera, esto es lo que yo he visto. Confío en que otros hayan visto cosas diferentes, porque eso significaría que la cosa funciona.


En algún sitio ha explicado Pablo Messiez que en la intención del trabajo está que no importe tanto la acción dramática que se representa como las sensaciones que puedan provocar las distintas situaciones que se crean. Ciertamente. No es “Los brillantes empeños” una obra convencional, con su planteamiento, su nudo y su desenlace, bien explícitos, con las señales del paso a nivel a la vista. Al menos aparentemente, porque lo que si existe en ella es una nítida presentación de los personajes y de la situación, un estallido de las pasiones, miedos y contradicciones y un final en el que actores y personajes se enfrentan juntos a la conclusión, o no, de la historia que se cuenta, sea fábula o metáfora. Y esa historia es leve, cierto, pero no intrascendente. Ni prescindible.

Veamos. Seis hermanos huérfanos conviven en un espacio cerrado, ajenos a cualquier exterior reconocible y a cualquier tiempo preciso: En su aislamiento sufren los miedos, ausencias, curiosidades y represiones con la desesperanza de quien no encuentra otra solución a sus pesares que la repetición ritual de los pequeños gestos cotidianos que conforman una existencia. También componen un grupo social estructurado, bien definido en los roles que adopta cada miembro; desde el niño, adolescente quizás, que curioso pregunta lo que le intriga y se deslumbra ante el descubrimiento fascinante de que los huesos suenan cuando se golpean, hasta la hermana-madre que asume la responsabilidad que le corresponde e intenta mantener al menos una apariencia de orden y coherencia en la comunidad[1].

Los seis hermano no hacen nada extraordinario: comen patatas de la olla que hierve en el fuego, descansan en el banco, duermen la siesta, friegan el suelo, alivian el calor con el agua de la cubeta o el viento del ventilador, y al hilo de esas mínimas acciones van estallando las angustias que les oprimen, rompiendo el inestable equilibrio de la humanidad. Corren para aplacar las tentaciones o se pelean por quien recuerda mejor los gestos del padre ausente; les asalta el deseo culpable de quien siente el amor más allá de su capacidad de raciocinio. Y cuando el acoso de sus propios fantasmas, interiores o exteriores, se hace irresistible, rezan.

Porque quizás “Los brillantes empeños” pudiera ser un auto sacramental si no fuera porque aquí los rezos no los componen ruegos al altísimo ni jaculatorias por su gracia, sino los balsámicos versos del siglo de oro: Tirso, Lope, Calderón, Teresa de Ávila, Quevedo o Cervantes. O cantan esa maravilla del acervo popular que es “Vengo de moler morena”, que nos recuperó Don Agapito y que a los huérfanos les sirve para reconocerse como grupo y unirse en un todo mágico que se abre a la esperanza.




En el cartel de la obra se lee que “Los brillantes empeños” es una obra escrita “sobre” textos clásicos. No estoy muy de acuerdo; me gusta más la definición de la ficha, también del propio grupo, que cambia el “sobre” por un más exacto “con”. No me parece distinción baladí, pues pienso que esa mínima diferencia entre el “sobre” y el “con” marca, profundamente, el sentido y la forma del drama.

Cualquier trabajo elaborado sobre poemas o textos previos, clásicos o no, supone que el sentido de la obra, su concepto primigenio, se encuentra, pienso yo, directamente relacionado con ellos, que se pueden desarrollar, alterar o actualizar, pero que siempre compondrá el sustrato básico del drama y cuyo significado último no se puede traicionar sin riesgo de oportunismo. Una adaptación dice sustancialmente lo mismo que el poema o el texto original, pero de otra manera, en otro tiempo u otro contexto, bordeando siempre el peligro de hacer algo antiguo con vestuario de John Galliano. No soy contrario, sé que el resultado dependerá, como siempre, del talento del nuevo creador, de las componendas que acepte y de los riesgos que asuma.

Calculo yo que “Los brillantes empeños” es otra cosa, una obra absolutamente actual, a fuer de intemporal, en la que se incluyen textos clásicos, bellísimos, por cierto. Y en ello se encuentra buena parte de su originalidad y toda su contemporaneidad. También ese detalle marca tanto la forma en la que los creadores de la obra (en este terreno colectivo de la puesta en escena) se enfrentan con los poemas como el significado que estos adquieren en el conjunto del drama. Lope, Quevedo, Teresa y demás estrellas invitadas no constituyen el entramado a partir del cual se desarrolla el conflicto o la anécdota de la obra nueva, o no son sólo eso.

Al margen de qué haya sido antes, el huevo o la gallina, en el proceso creativo de “Los brillantes empeños”, los poemas son, ante todo, las experiencias pasadas y el conocimiento acumulado que a través de los libros han llegado hasta esa aislada comunidad de hermanos, quienes desde los utilizan su belleza y su hondura como un rito sagrado para exorcizar sus males, entenderse a sí mismos o expresar aquellos sentimientos que son incapaces de explicitar con su propio lenguaje. A mi entender, los poemas son citas, instrumentos, que no condicionan el devenir de la historia, pero que la explican en su significado más profundo.

En esa función terapéutica de los poemas, el “Vivo sin vivir en mí” de Teresa de Ávila, por ejemplo, le sirve a la más joven de las hermanas (Mikele Urroz) para identificar y entender (y hacérselo entender al espectador) el propio deseo culpable que siente por su hermano (Javier Lara). La incestuosa historia de Tamar y Amón contada por Tirso propicia que (Carlota Gaviño) e Iñigo Roríguez Claro) expliciten, a sí mismos y ante los demás, su propia pasión, así como el recitado conjunto de “La Dama Boba”, traído a escena por la hermana-madre (Rebeca Hernando), les sirve a ambos para redimirse del pecado cometido. Recordar como un mantra “La vida es sueño” ayuda a Alex (José Juan Rodríguez), el pequeño de la familia, a recuperarse de la crisis nerviosa que le ha provocado comprobar que hay dolores insufribles que están fuera de uno mismo.


Tal vez por ese lugar que ocupan los poemas en la obra y por la función que cumplen en el contexto de la historia de los hermanos no hay dramatización alguna en la forma de interpretarlos y ningún rapsoda los eleva a las más altas cumbres del arte escénico. La apuesta de los creadores de la obra es más compleja y arriesgada que todo eso. Las palabras de Tirso, Calderón y compañía no se recitan, se leen, se recuerdan, se salmodian, se recrean, se silabean, y paradójicamente su belleza no se diluye o se distrae en esa heterodoxia declamativa, sino que precisamente a través de ella se resalta la esplendorosa belleza de los versos, que permiten desentrañar tanto el sentido último de los textos primigenios como de la propia obra actual en la que están insertos. Una partitura para virtuosos que suena perfectamente afinada y a tempo justo.

Y montados ya en la melodía de estos empeños brillantes volvemos a la desnudez formal del escenario, sobre la que destaca una sobreabundancia de libros, muchos libros. Libros que a lo largo de la obra se consultan y con los que se intentan construir castillos en el aire, que se derrumban una vez tras otra, o falsas murallas de Jericó, caídas al sonar de silenciosas trompetas del apocalipsis. Libros en los que, como los recipientes que contuvieran los ungüentos, pociones o compuestos de una fantástica farmacia renacentista, se conservan las palabras que ayudan a los hermanos a sobrellevar la soledad en la que viven, las ausencias que les acosan, los deseos que les queman, las crisis que les derrumban. Un almacén que encierra la belleza acumulada del mundo que les es negada a los personajes.


Pese a la defensa que la obra hace de las palabras, la belleza y la cultura, como curativo de los males del mundo, hay momentos en que nos hacen dudar de su eficacia, planteando al espectador sugerentes interrogantes que debe resolver por sí mismo. En uno de ellos, (Mikele) valoriza ante (Javier), su hermano-pretendiente, las virtudes del silencio frente a las limitaciones de la palabra. Se habla, viene a decir, para recrear el pasado o soñar el futuro, mientras que el presente se vive en silencio; en él no se habla, se actúa. Es la vieja contradicción entre la acción o la reflexión, entre la realidad o el deseo, que uno mismo no ha sido capaz de solucionar en su vida y que otra vez le golpea en la cabeza. En otro pasaje, el joven Alex, que, como el más pequeño, inocente por tanto, es el que se hace las preguntas más simples y profundas, descubre que lo sustancial del recitativo de los versos, su capacidad curativa, está el ritmo, en la música que crea el simple silabeado de las palabras y no tanto lo que dicen. Y como el que no quiere la cosa en ese instante este espectador se coloca personalmente ante otro dilema sin solución tangible: ¿Es la forma o el fondo lo que importa? ¿Lo que se dice o la manera de decirlo? ¿El qué o el cómo?


Casi al final, cuando el inexistente telón está a punto de caer rematando la obra, todo cambia. No destriparé el vientre de la bestia, que no quiero ahorrar el sobresalto a quien vaya a verla en noviembre, pero sí diré que entonces, como por arte de birlibirloque, esa licencia eterna de los artistas, el espectador se siente de repente inserto en el drama. No es que tenga que bailar, cantar o besarse con los actores o con el compañero de fila, no, ¡por dios, vaya disparate! Los espectadores, que hasta entonces han mirado las peripecias de los hermanos como por un imaginario ojo de cerradura, han temblado con sus emociones o se han deslumbrado con sus declamaciones, se dan cuenta de que ya no son meros testigos del drama, sino que forman parte de él y cuanto en él ha sucedido les atañe. El conflicto es, definitivamente, su conflicto. Nuestro conflicto.

Todos, espectadores, actores y personajes se han convertido ya en la misma colectividad asustada, dolorida y reprimida, inmersos unos y otros en un mundo de similar extrañamiento. ¿Representa entonces un final feliz o infeliz ese “a comer” de la hermana-madre con que termina la obra, volviendo por otro lado al principio, que se ha iniciado con una llamada similar? ¿Significa un “vamos a seguir como si no pasara nada” o un “ya sabemos qué hacer”? ¿Es un hacer la vista gorda ahora que ya sabemos o una llamada a la acción, ahora que ya sabemos? “¿Debemos salir del teatro esperanzados o desencantados?

¿Veis? Eso es lo que más me jode de una obra de arte, que me manden a casa con deberes para hacer.










[1] La primera vez me trajo a la cabeza “La casa de Bernarda Alba”, de Lorca. Posteriormente no sé por qué pensé en “El jardín de los cerezos”, de Chejov. Y ahora no puedo quitarme de la cabeza “7 mujeres” de John Ford. Serán querencias del burro que busca abrevadero.

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