viernes, 13 de junio de 2014

PERSONAJES FEMENINOS EN EL CINE DE JOHN FORD (y 3)

Personajes Femeninos en el cine de John Ford (y 3)
La doctora Cratwright frente el ocaso de la civilización





Hay que ver cuánto le gustaba a John Ford empezar sus historias con alguien que llega a algún sitio, real o metafórico, que le cambiará. Así llega Ransom Stoddard a Shimbone, Sean Thornton a Innisfree, los hermanos Earp a Tombstone, la señora York y su hijo al campamento militar en el que sirve el marido, Eloise Y. Kelly al puesto de cazadores en África, Amelia Sarah Dedham a la isla de Haway o regresan Tom Joad y Ethan Edwards a sus respectivos hogares familiares.

También al comienzo de “7 mujeres” la doctora Cratwright llega a una misión cristiana femenina situada en un paramo de China; un territorio en el que, ante todo, habita la metáfora. Sin embargo, ese mundo cerrado no es, como en “El hombre tranquilo”, un paraíso perdido, ni un paraíso soñado, como en “La taberna del Irlandés”, ni siquiera el espacio de la reflexión histórica de “El hombre que mató a Liberty Valance”, sino directamente un infierno. El infierno del fin de la civilización y la invasión de los bárbaros.

En comparación con otras obras maestras de Ford no se ha escrito demasiado sobre “7 mujeres”. Quizás se deba a que durante demasiado tiempo se la consideró una obra hasta cierto punto menor, más valorada en Europa que en América, fruto de un encargo realizado con desgana ya en los años de decadencia física e intelectual del director. Poco entendieron, creo yo, quienes la denostaron o la ignoraron, la profundidad de la reflexión que propone, la sutileza de su trazo formal, la exactitud de su estructura dramática, y la hondura del hundimiento moral que evoca y del dolor que le provoca al director el evocarlo.

Hay, sin embargo, un punto en común en la mayor parte de los escritos sobre “7 mujeres” que he tenido ocasión de consultar. Casi todos suelen coincidir en señalar que con este filme el director quiso expresar y dar protagonismo al mundo femenino, que tan ausente había estado en producciones anteriores (a la manera en que en “El gran combate” había reivindicado, con mayor exactitud, a los indios americanos). No comparto en demasía ese análisis. En primer lugar, porque si el director no se había olvidado de la galería de imponentes mujeres que había retratado, especialmente las de sus últimos años a las que aquí hemos repasado, sabía bien en su fuero interno que ese tópico de la pretendida ausencia femenina en sus películas era falsa; pero también porque las razones por las que las protagonistas de esta última película de Ford debían ser mujeres se debieron, como espero si no explicar, al menos apuntar, no al deseo del director de contar una historia entre visillos, sino a necesidades argumentales y, sobre todo, metafóricas. De alguna manera se podría decir que aunque “7 mujeres”  no trata en profundidad de las mujeres, pero que no podría existir sin ellas.

Punto y aparte merece, naturalmente, la doctora, que en su momento adquirirá en estas notas el protagonismo que merece.

Es cierto que “7 mujeres” la protagonizan otras tantas actrices, a más de un actor que no pinta mucho, y que las situaciones que viven, sus formas de comportarse y las preocupaciones inmediatas que expresan son estrictamente femeninas; de tal forma que aparecen en el argumento apuntes de deseos lésbicos o la maternidad, que de ningún modo hubieran podido darse en un campamento del quinto de caballería acosado por los indios al pie de Monument Valley. Todo ello, sin embargo, no pasan de ser anécdotas, que no dejan otra huella en la historia y en el espectador que la circunstancial, que no definen un universo o una problemática específicamente femeninas, en las relaciones entre ellas o con el otro sexo, y que apenas alcanzan significado en el discurso moral que la película es.

 El espacio cerrado de la misión china --tan cerrado que fue construido en decorados, de los que no se sale hasta que finalizan los 87 minutos de la película-- está habitado por mujeres, pero no constituye “un universo” estrictamente femenino, sino, sencillamente, “el universo”, en el que lo que realmente está en juego es el peligro de desaparición de la civilización, occidental y cristiana, eso sí, cuestión que atañe por igual a hombres y mujeres. Por eso las cuestiones de fondo que expresan esas mujeres encerradas en una sociedad claustrofóbica son universales: la mezquindad y la generosidad, la esclerosis mental y el librepensamiento, la doblez y la sinceridad, la cobardía y el valor, el egoísmo y el espíritu de sacrificio, el miedo y la esperanza.

John Ford ya había realizado en “La patrulla perdida” (1934) un retrato de grupo acosado por una fuerza exterior a la que no llegan a ver; un escuadrón perdido del ejército británico durante la primera guerra mundial, asediado en un fortín perdido de Mesopotamia por un ejército de fantasmales árabes, que los van exterminando uno a uno hasta que cuando llega la patrulla de salvamento sólo queda vivo el sargento que interpreta Víctor McLaglen, tan estupendo como siempre. Entre ella y “7 mujeres” hay puntos de coincidencia, como el personaje del soldado interpretado en la primera por Boris Karloff, un fanático religiosa que en su progresiva obcecación y alejamiento de la realidad, que paralizan su capacidad de resistencia ante el peligro exterior, tantos puntos de contacto tiene con la señorita Andrews, la directora de la misión. Pero también existen numerosas diferencias, marcadas no solo por los 32 años que separan ambas producciones sino, sobre todo, por el distinto significado que el director le quiso dar a una y otra y los valores que pretendió destacar en cada una, que marcan la condición masculina o femenina de sus respetivos repartos.

En la primera, que aborda valores como la identidad de grupo, el heroísmo, el honor o los sentimientos religiosos, la acción se plantea a partir de la idea de resistencia hasta el fin al invasor, con el que los soldados mantienen un enfrentamiento directo, que deja abierta la posibilidad de esta salvación con la llegada final del escuadrón de refuerzo. En la segunda, más madura y, sobre todo, más amarga, esa posibilidad del enfrentamiento físico, guerrero, ha desaparecido, y toda resistencia aparece como imposible e inútil en una comunidad de mujeres que no combaten, sino que rezan. Lo que destaca en “7 mujeres” no es la capacidad de resistir, sino la impotencia para hacerlo, consecuencia del miedo que siente la comunidad en un momento de traumática desaparición de su sistema de valores, de su civilización, ante la invasión de los bárbaros, cuando la única posibilidad de supervivencia no es la resistencia, sino la huída. Tal vez por ello, al menos desde el punto de vista de Ford, entiendo yo que los personajes de “La patrulla perdida” tenían que ser masculinos y los de “7 mujeres” femeninos.



Algunos datos históricos a beneficio de inventario

Como creo que ya se ha dicho, la acción de “7 mujeres” transcurre en 1935 en el norte China, cerca de la frontera con Mongolia, un momento y un país convulsos (es voluntad expresa de director especificarlo con un cartel al comienzo). En ese año, la joven república surgida del fin del reinado de Puyi, el último emperador de Bertolucci, sumergida en una lucha violenta entre las fuerzas nacionalistas y comunistas, se enfrentaba también a la amenaza disgregadora de los señores de la guerra norteños, a los que pertenecen las bandas que amenazan la misión, situada, como lo estaba el Shinbone de “El hombre que mató a Liberty Valance”, en uno de esos territorios fronterizos que tanto le gustaban al director. Eso sí, en la primera, que trata de la historia, los contendientes que se enfrentan son el progreso, representado por la ley que contienen los libros de derecho de Stoddard, y el desgobierno salvaje de los rancheros, que acabarán vencidos ante el avance del nuevo orden establecido, mientras que en la segunda, que trata de la civilización, lo que está en juego es la supervivencia del mundo propio, de unos valores y principios morales amenazados de extinción por las salvajes y desconocidas hordas que llegan del mundo exterior y que terminarán por apropiarse de la misión religiosa. Pienso que la visión de Ford sobre el mundo no fue nunca tan amarga como en esta despedida.

Aunque no sirvan demasiado para bucear en las preocupaciones morales que impregnan el film, lo que más hay en él de significativo, tal vez algunos breves datos históricos puedan servir para clarificar el contexto en el que transcurre la acción y el de la producción de la película, dando luz tal vez sobre lo que movió al director a meterse en ese berenjenal, cuando era ya un hombre mayor y achacoso que mordisqueaba más de lo habitual su viejo, sempiterno y sucio pañuelo.

En 1935, año histórico de la película, el mundo estaba viviendo el preludio de lo que habría de ser una de las mayores encrucijadas de la humanidad. Estados Unidos andaba en trance de superar la gran crisis de finales de la década anterior gracias al New Deal rousveliano, del que Ford, en su etapa políticamente más progresista, había sido un convencido defensor, pero ya Mussolini había conquistado el poder en 1922 y Hitler acabada de conseguirlo hacía dos años. Faltaban por llegar, pero ya estaban llamando a la puerta, la sublevación militar en España, que estallaría el año siguiente y ante la que Ford se decantó apoyando a la República[1], y, sobre todo, la segunda guerra mundial, cuyo resultado, el triunfo de la civilización sobre la barbarie, sin duda tuvieron que reconfortar al director.

En 1966, año de producción del film, todo sueño de paz y convivencia había saltado otra vez por los aires, lo que sin duda tuvo sus consecuencias sobre un artista que, aunque su ideología se había ido derechizando progresivamente, conservaba intactos sus valores morales más profundos y su lucidez intelectual. El mundo estaba en plena guerra fría y las bombas atómicas constituían una permanente y creíble amenaza de total destrucción. El comunismo, que en la mente de muchos americanos, probablemente también en la de Ford, había sustituido al nazismo como modelo de bárbaro exterior, fuente de todos los males, había quedado en tablas en la guerra de Corea en 1953 y amenazaba de nuevo al imperio en Vietnam, en una nueva guerra que no sólo comenzaba ya a perderse, sino que había creado una profunda brecha en la propia sociedad estadounidense, provocando una lucha generacional de fuerte intensidad, en la que no sólo se cuestionaba una guerra lejana, sino el propio sistema de valores sociales, morales y vitales por el que Estados Unidos se venía regiendo desde su misma fundación. No cabe duda que un viejo conservador amante de las tradiciones como Ford no debía sentirse muy contento con la situación.

 Pero vamos, todo esto lo escribo a beneficio de inventario, porque en “7 mujeres” nada de ello está presente, a no ser, y eso es suposición, en la mente del director. En la película sólo existen la misión y los personajes que conviven en ella, con toda su carga simbólica, de los que no sólo se nos muestran sus evoluciones por el escenario siguiendo las pautas del drama, sino, sobre todo, los motivos y principios que mueven sus acciones, el carácter de su relación y cómo todo ello contribuye a la descomposición del grupo social que representan, y con él, de la civilización a la que pertenecen. También si existe salida o no y el precio que cuesta mantener la esperanza.



Llegó la doctora y mandó parar

Y ahora entra al fin en el escenario, iluminada por todos los focos de la sala, la doctora D. R. Cartwright (joder cuantas letras, ¡lo que cuesta escribirlo!), el personaje interpretado por Anne Bancroft, que al parecer no fue la primera opción de Ford para el papel, pero que debería haberlo sido, pues vista la película resulta imposible concebir otra actriz que hubiera podido darle mayor presencia y más alma al personaje.
Veamos la escena. Allí están, viviendo rutinarias sus atribuladas vidas, las misioneras y el marido de una de ellas, el cobarde y melifluo Charles Peter (Eddie Albert), que a favor del sentido de la película nos concederá la gracia de morirse cuando la cosa vaya más o menos por la mitad. Están esperando la llegada del nuevo médico de la misión, que aparecerá pronto, montado en un pequeño carruaje. Será toda una sorpresa, porque el nuevo doctor no es doctor, sino doctora. Y, además, menuda doctora.

D. R. Cartwright, de la que nunca llegaremos a saber a qué nombre real pertenecen las iniciales, es una mujer singular, que por primera y única vez representa en la filmografía de Ford un modelo femenino absolutamente contemporáneo, tanto en su aspecto físico como, y eso es más importante, como en cuanto a las ideas que expresa sobre la nueva mujer liberada y consciente, que irrumpió en todo el orbe a caballo de los siglo XIX y XX y que había tenido ya su primera y más completa expresión en “El segundo sexo”, génesis del feminismo contemporáneo que Simone de Beauvoir había establecido en 1949.

Desde su primera aparición en escena el espectador puede darse cuenta de que la doctora Cartwright es un personaje externo a la misión, distinta al resto de las mujeres que la conforman y ajena al mundo y las ideas que representan. Llegados a este punto no hay sino convenir que a Ford le gustaba sobremanera, como hemos visto en casos anterior, ensayar los nuevos personajes haciendo aparecer antecedentes de los mismos en películas previas, porque en ese momento se “7 mujeres” se puede pensar que la mujer que llega en el carricoche no es sino la reencarnación de la Eloise 'Honey Bear' Kelly de “Mogambo”. Como ella, su apariencia física está conscientemente masculinizada, tal vez como signo del asalto femenino a las convenciones que hasta el siglo XX los hombres habían fijado sobre lo que debían ser las mujeres y cómo debían mostrase ante ellos. “Una mujer puede valer tanto como un hombre”, admite en algún momento el hombrecito de la misión, a lo que la doctora responde con un escueto “más”.

A diferencia de las misioneras, embutidas siempre en sus muy femeninos, recatados y pudorosos vestidos, Cartwright viste pantalón, camisa de manga arremangada y chaqueta de cuero, mide el tiempo por un muy hombruno y moderno reloj de pulsera y lleva el pelo corto, aunque cardado. También, como Eloise, es una mujer sexualmente liberada, como demuestra la falta de remordimientos y de culpa con que recuerda su relación adulterina con un hombre casado, de la que lamenta no la relación, sino el hecho de que él la destrozara la vida al preferir seguir con su esposa en santo matrimonio en lugar de continuar con ella como amante. Hay, sin embargo, significativas diferencias entre ambas, que al ser expresadas aquí y allá a lo largo de la historia (¡ojo! nunca en un discurso explicativo de la evidencia que ya muestra la pantalla) configuran las características más reveladoras del personaje, aquellas, precisamente, que mejor le vienen para que funcione en el conjunto de la metáfora y que la hacen única en el conjunto de obra de Ford.

D. R. Cartwright, frente a todas las mujeres que la han antecedido (excepto, tal vez, la imperiosa capitana de empresa de “La taberna del irlandés[2]), no pertenece a un entorno rural, sino netamente urbano. Además, a tenor del año en que transcurre la acción, 1935, es de suponer que ha sido pionera de la presencia femenina en la universidad en la década de los veinte, años cruciales en el surgimiento del feminismo contemporáneo, que la doctora debió conocer en concordancia con su comportamiento, las creencias --o la falta de ellas-- y las ideas que expresa. Cartwright es descreída en el terreno religioso (no se levanta, como las demás, para rezar antes de las comidas), poco dada a respetar los convencionalismos sociales y las jerarquías (entra sin llamar en el despacho de la directora), experta y liberal en cuanto tiene que ver con el sexo y las relaciones amorosas (es la única que detecta la tensión sexual existente entra la directora Andrews y la joven Emma y no tiene reparos en confesar sus amores con un hombre casado), y, por último, es plenamente consciente de su valor como mujer y de las dificultades que para realizarse debe enfrentar en un mundo dominado por los hombres. El hecho de ser mujer --así lo explica en una conmovedora escena-- fue causa de que en Nueva York la relegaran a los peores destinos como médica, lo que, junto al desgraciado fin de su amor, la condujo a buscar refugio en la lejana China.

Todas estas características configuran no sólo una mujer contemporánea a los hechos que se narran, sino, ante todo, una mujer plenamente moderna; una avanzada en los cambios sociales y morales que iban a marcar la evolución de la mujer en el periodo transcurrido desde el tiempo histórico de la película hasta el de producción. No es de extrañar que su irrupción por sorpresa en la claustrofóbica misión provoque un auténtico terremoto que hace explotar todas las contradicciones internas, mezquindades, represiones e impotencias de la comunidad. El enfrentamiento entre la liberal, abierta y valiente doctora Cartwright y la reprimida, mezquina y temerosa directora Andrews focaliza la metáfora moral de la película, colocando frente a frente dos personalidades tan diferentes, representantes de dos manera bien distintas de enfrentarse al mundo y a la vida, lo que permite al director apuntar un amargo y desesperanzado análisis sobre la situación y el futuro de la civilización --occidental y cristiana, por supuesto--, enfrentada a la invasión de los bárbaros.

La llegada de la doctora también representa, a mi corto entender, una irrupción de la realidad, de las verdades del mundo existente fuera del decorado, en el universo cerrado, esclerotizado e inamovible, irreal por tanto, de la misión. Una vez más la querencia de Ford por darnos a elegir entre leyendas y realidades.

En “7 mujeres” hay sexo, aunque no haya otro amor que el finalizado. Es más, el sexo que aparece es totalmente contra natura, una brutalidad sexual que remite a uno de los más acendrados, y no sin motivos, tabús de cualquier civilización: la violación de las mujeres invadidas por los bárbaros invasores.

Estamos en un momento cumbre de la película, ya acercándonos al The End final.

La insolencia y valor de la doctora Cartwright, que se ha enfrentado con decisión y desde el primer momento al jefe invasor, despierta el deseo de Tunga Khan (el húngaro Mike Mazurki), que la reclama como concubina. La orden, pues de tal se trata, provoca una profunda discusión entre las mujeres, encerradas en una especie de almacén, que en ese momento están atendiendo el parto de una de ellas, la ya viuda Florrie Pether (Betty Field). En la discusión salen a flote las últimas ruindades de la directora, que prácticamente se ha quedado sola en la comunidad de mujeres. Ante el horror de las demás, D. R. Cartwright acepta entregarse al bárbaro para salvar a sus compañeras.

Las mujeres se van en un carro ante la mirada desolada de la doctora, que vestida ya con el traje del sacrificio mira desde la puerta del fortín cómo se adentran en el desierto. La joven Emma Clark, a la que durante toda la película se nos ha mostrado debatiéndose entre la tolerancia de la doctora y la rigidez de la directora, que siente por ella una culpabilizadora atracción, extiendo la mano abierta ante la cámara en un gesto de unión y de despedida a la vez:

EMMA CLARK.- Doctora Cartwright, no podré olvidarla a usted en lo que me resta de vida.

DIRECTORA ANDREWS.- No merece vivir. Ella es una cualquiera.

OTRA MUJER.- Cállese de una vez. No quiero oír su voz mientras viva.

En el interior de la misión la doctora, engalanada, maquillada y peinada, va a entregarse a Tunga Kahn. Antes de hacerlo, vierte veneno en dos copas y le entrega una a él mientras ella se lleva la otra a los labios.

No voy a hacer interpretaciones desde mi punto de vista sobre lo que pueda significar este cierre definitivo de la obra se John Ford. Ni siquiera lo que desde su sincera y contradictoria creencia católica pudiera desprenderse de esa idea, realidad fílmica, de la autoinmolación de los mejores para la salvación de la humanidad. Únicamente cerrar estas notas pensando en cómo Ford, tan claro y directo en la narración de las tramas de sus películas, podía odiar tanto enfrentar a pecho descubierto las cuestiones que realmente le importaban. Tal vez porque era un artista y nos dejaba a los demás el placer de deducirlas.




[1] Un sobrino de Ford luchó en las Brigadas Internacionales, y el propio director compró con su dinero una ambulancia que regalo a la República. En los títulos de crédito de “Las uvas de la ira”, tocada por el acordeonista habitual del director sonaban los acordes de una vieja tonada popular, “Red River Valley”, que en 1939, año de la producción de la película, cualquier estadounidense informado sabía que era también la melodía de “Jarama Valley”, el conocido himno de la Brigada Abraham Lincoln.

[2] Pese a ser ambas contemporáneas y urbanitas, hay entre ellas, sin embargo, una diferencia significativa que marca la distinta significación de cada una. La señorita Dedham llega de la muy puritana, ortodoxa y plácida Boston, mientras que la doctora proviene de la muy conflictiva, licenciosa y agitada Nueva York.


7 mujeres




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