miércoles, 27 de noviembre de 2013

Mi novia es una estrella del video porno

Mi novia es una estrella 
del vídeo porno








Albert Pla

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Mi novia es una estrella del vídeo porno. Cuando lo descubrí no daba crédito, no entraba en mi cabeza, y sin embargo, tenía delante de mí una prueba que no podía ignorar. Ella, tan modosita, siempre tierna y romántica, cariñosa y dulce, tímida e incluso timorata, convertida, de repente, en la encarnación de todos los vicios.
        
Nunca antes había entrado en un sex-shop, jamás había sentido la necesidad de hacerlo, y si lo visité aquella vez fue movido por una mezcla de curiosidad, morbo y el empujón que me dio Macario, un compañero del curro que aseguraba que no se podía morir uno sin ver una colección de  consoladores colocados en fila, de mayor a menor. Yo intentaba convencerle de que los vibradores en formación, aunque fuera marchando al ritmo de tambor que les pudieran imprimir sus pilas alcalinas, no eran mi fantasía sexual preferida, ni siquiera la duodécima de la lista, pero el argumentaba que no era una cuestión sexual, sino artística.

“Eso lo dices porque eres un ignorante”, me reprochó el conserje esteta mientras contemplaba arrobado una vitrina de rasuradas vaginas de plástico y fantaseaba sobre cómo se podrían exhibir en el Reina Sofía poniéndoles dientes y simulando que cada una de ellas devoraba a los siete enanitos. “Sería una instalación cojonuda –concluyó--. La titularíamos Blancanieves renuncia al Príncipe encantado”, para añadir entre dientes como colofón práctico: “la crueldad y la polémica venden”. Y es que Macario, además de pornógrafo y miope de culo de vaso, es un alma sensible amante del arte de vanguardia y apasionado de los hermanos Chapman. Aún le recuerdo comentándome sus desgracias de coleccionista el día que le conocí en el bar del ministerio. Ahorrando euro a euro de su magro sueldo funcionarial había conseguido hacerse con una de las latas de excrementos en conserva que Piero Manzoni puso a la venta a precio de cocaína un año antes de morir. Tartamudeando y compungido me contó los últimos rumores sobre que la lata no contenía en realidad mierda del artista sino simple, vulgar e incorruptible yeso. “Para una inversión de futuro que he hecho en mi vida y ahora resulta que es una mierda”, se quejaba ante un vaso de cerveza ya caliente sin darse cuenta del contrasentido de su desgracia. 

Pero dejemos a Macario, que bastante tiene con lo que tiene. Les estaba hablando de mi novia, y sigo a lo mío. Había conocido a Helena, con hache, hacía casi dos años y nuestras relaciones hasta ese momento habían sido las propias de una pareja que se quiere apasionadamente, pero que, por algún motivo, siente una cierta incertidumbre sobre si ese amor que ha nacido entre ellos será eterno --inmune al tiempo y a su paso inclemente--, o si la convivencia diaria --los pelos en el lavabo, los calzoncillos en el suelo, el bote de azúcar sin tapar, la elección de la cadena en la televisión y todos esos grandes problemas con que la realidad va minando el enamoramiento-- no acabarían por diluir la pasión en un mar de monotonía y conflictos.

Para ahuyentar la bicha, cada uno vivíamos en nuestra casa. Ella trabajaba, al menos eso creía yo hasta entonces, en una distribuidora internacional de cosméticos, lo que la obligaba a frecuentes viajes, tanto por el interior de España como por el extranjero. A causa de su profesión pasábamos temporadas de separación en las que yo la suponía en este o aquel país, aburrida en cualquier aburrida convención de directores de marketing, o, en los momentos más duros, asediada por el subjefe de la sucursal de Atenas. Sólo ahora me doy cuenta de que en realidad ignoraba su paradero en aquellos viajes y lo que hacía en realidad en ellos, pues sólo nos comunicábamos por móvil o facebook y yo creía a pies juntillas todo lo que me contaba. Ella me decía que se iba a Gijón, a un cursillo con unos clientes, o a una feria internacional de Milán, o a intentar ampliar el mercado de tal o cual firma en Argentina, y yo, palabra de santo. Nos llamábamos casi a diario, ella a mi casa o a mi oficina, yo a su móvil, y manteníamos largas conversaciones en las que ella se quejaba del tedio de las largas demostraciones en algunos grandes almacenes de la ciudad donde estuviera y yo de cualquiera de los muchos líos del Ministerio de Economía, en el que trabajaba y aún trabajo. Algunas veces hicimos sexo por internet. No fue tan mal como yo pensaba que sucedería, aunque la noté un poco retraída.

Así transcurría nuestra relación, placentera y cómoda como la de un matrimonio de osos panda, hasta el día en que, por casualidad, hube de enfrentarme de sopetón a que Helena tenía otra vida de la que yo no participaba.

Hagamos flash-back: Macario, ya saben, el esteta, me había llevado a un supermercado del sexo que está en la calle de Atocha, junto a la plaza de Antón Martín, en la acera de los pares. Macario había resultado un guía excelente, experto y ameno, y desde el vestíbulo, inhóspito como un garaje en agosto, fue dándome detalles, aclarándome dudas, desbrozándome misterios, ilustrándome, en suma, con su enciclopédico conocimiento del tema.
        
Llevado de su mano e ilustrado por su sabiduría fui descubriendo, sin solución de continuidad, un mundo ignoto y desconocido, más por vergüenza que por auténtica falta de interés, que aparentemente prometía insondables fuentes de placer pero tan sólo daba profilácticos remedios a la insatisfacción. Las cabinas de vídeo parecían celdas de un penal imaginario y sombrío, al que los presos fueran voluntarios para redimir su vida insatisfecha. La pasarela en la que se desnudaban chicas ante cuatro pares de ojos somnolientos, el puente de los suspiros. El expositor de la tienda del piso superior, un escaparate de la soledad humana. 
        
Dejé a Macario ayuntando con su imaginación en plena orgía de ideas y di una vuelta por la sala. En un rincón, entre la lencería erótica de tejidos imposibles y las muñecas hinchables de boca siliconada, frente a la vitrina de los mil y un consoladores, estaba la sección de CD´s porno. Películas de todo tipo: bestialismo y simples polvos, dúos en habitaciones cerradas y tríos en un jardín, orgías nocturnas al borde de una piscina y supuestas reconstrucciones históricas con despelote generalizado en las almenas de un castillo medieval, lesbianismo entre rubias y morenas, homosexualidad de grandes penes, cráneos rapados y culos apretados, sexo entre ancianos y jovencitas,  jovencitos y ancianas en pleno sexo, exhibicionistas, travestis, lluvia dorada, sadomaso y sexo oriental.
        
-Cada loco con su tema y cada humano con su paja --concluyó Macario, que es un sabio popular travestido de ordenanza con librea, mientras contemplaba  con ojos de catador de vino francés la interminable sucesión de portadas adornadas con las más esplendorosas mujeres, que nada dejaban en su exhibición a la curiosidad del posible comprador.
        
Y en medio de todas ellas, Helena. Desnuda, impúdica, sonriente,  provocativa, hiriente. La película se titulaba Jóvenes depravadas y se veían en la portada dos parejas en plena faena. La silueta reconocida estaba fotografiada de frente, en cuclillas, ensartada en un hombre de piernas delgadas y pies con juanetes. Llevaba un liguero que yo le había regalado y, aunque tenía la cabeza echada hacía atrás y apenas se le distinguía el rostro, la reconocí; aparte de por el liguero, de los que sin duda había muchos iguales en el mercado, por la curva de sus caderas, el peso intangible de sus pechos, el corto vello de su pubis y la marca de nacimiento que tiene en el tobillo izquierdo: un gran lunar oscuro con forma de nube, o elefante, o coche de bomberos, según el punto de observación, detalles todos que la delataban a ella y sólo a ella, como una huella dactilar de cuerpo entero, como un ADN del exceso.
        
Un hombre apático y aburrido atendía el mostrador. Verle allí, inconmovible como un dependiente de ultramarinos, un peluquero sin faena o un funcionario de la posta y el timbre, rodeado de aquel abigarrado escenario de sexo obsceno y aséptico me hizo reflexionar un momento sobre el destino del ser humano. Compré la cinta de vídeo como si la cosa no fuera conmigo, me la dio en una bolsa de plástico negra, sin cartel ni inscripción que delatara su origen, como si la cosa no fuera con él, y me la llevé a casa, colocada bajo el brazo, como si fuera el último libro de Muñoz Molina. Macario se felicito por mi atrevimiento. “Olé tus muertos –jaleó--. Que el que no quiere peces se moja el culo”.



2

La bronca fue fenomenal cuando, unos días después, Helena regresó de un viaje promocional, cerrado con una convención de vendedoras en un lujoso hotel de Barcelona. Nunca habíamos tenido una tan gorda, aunque en nuestra relación no hubieran dejado de existir las discusiones y pequeñas peleas, normalmente por causas nimias que sólo la intransigencia del amor hacía importantes. Aquel día, sin embargo, el cristo supero todos los récords.
        
-¿Para qué te lo iba a decir? ¿para que te pusieras hecho un fiera?
        
-¿Esa es la confianza que tienes en mí?
        
-Si te lo digo seguro que te sentaba mal.
        
-Peor me sienta que no me lo dijeras.
        
-Además, de algo tengo que vivir, no es nada malo.
        
-Joder que no, pues ya me contarás, tú follando de todo el mundo y yo en Babia, creyendo que vendías colonias y coloretes.
        
-A ti lo que te jode es que yo joda con otros hombres.
        
-Además eso.
        
-Y tienes miedo de que me den más placer que tú, os pasa a todos.
        
-Lo único que falta es que digas que conmigo no te has corrido nunca.
        
-Pues mira, ahora que lo dices, alguna vez me he quedado a dos velas.
        
-Pues sabes fingir muy bien. Claro, lo habrás aprendido en el cine.
        
-Por lo menos yo he aprendido algo. También tú podías aprender lo que hay que hacerle a una mujer.
        
-Lo que pasa es que eres un putón verbenero.
        
-Y tu un inútil y un machista.
        
-¿Pues sabes lo que te digo? Que te den por culo, guapa, que seguro que te gusta.
        
-Mira, mejor lo dejamos, que está claro que no nos comprendemos.
        
Estábamos en su casa. Me marché dando un portazo. Nunca lo hubiera hecho, porque desde entonces, desde aquel mismo momento en que la puerta se cerró con un golpe seco que resonó en toda la escalera y recorrió el hueco del ascensor parándose en cada descansillo, mi vida fue un infierno. Mi orgullo masculino me impedía ponerme en comunicación con ella cuando ya había marcado los primeros números de su teléfono; mi deseo erizado me animaba a buscarla y encontrarla sin demora, a pedirle perdón, a suplicarle, a consentir; mi timidez me llevaba a espiar el portal de su casa escondido detrás de un árbol cercano, o de un coche aparcado, o del canto de una esquina, para verla salir de casa. Ella se perdía por el lado opuesto de la calle y yo la dejaba marchar sin abandonar mi escondite.

Una vez llegué a parar un taxi y pedir que la siguiera. “Oiga –me dijo el taxista mirándome con ojos acuosos por el retrovisor--. Usted se ha creído que esto es una película”. Volví a casa y me puse de nuevo la cinta en el vídeo.
        
Así transcurrieron unos meses, pendiente del móvil a cada instante, por si era su voz la que llamaba. Obsesionado por escuchar el contestador nada más llegar a casa, por si un mensaje suyo deshacía el entuerto. Colgado del correo electrónico. Ansiando una carta suya, un telegrama, una postal, un sms, un email, un timbrazo del telefonillo. Ensimismado en la visión continuada de su película: Jóvenes depravadas. Joder, y tan depravadas, pensaba yo a cada nuevo visionado cuando contemplaba, no sin estupor, a Helena metida en harina con su compañera de reparto y el enorme consolador con que ambas jugaban a darse placer. Y a tenor de la cara que ponía mi ex-novia, a medio camino entre el éxtasis y la sorpresa, una expresión que yo conocía bien, se lo daban. Y tanto que se lo daban. Eso es lo que más congoja me provocaba, lo que más me indignaba, lo que más celoso me ponía, lo que más me acercaba al incumplimiento del sexto mandamiento. Y lo que más me excitaba.

Al fin vencí mi orgullo de macho, superé mi timidez y me deje llevar por el deseo. Marqué los nueve números de su móvil y una voz anónima con regusto a altavoz de aeropuerto me comunicó que el teléfono estaba fuera de cobertura o desconectado. Una vez y otra, una tercera, una cuarta y una quinta, y siempre la misma cantinela: la señorita que usted busca está desaparecida en combate.
        
Dejé pasar dos o tres días y al fin me decidí a visitarla. Llamé con insistencia desde el portero automático de su vivienda en un edificio antiguo de López de Hoyos, pues mi último gesto heroico el día de la despedida fue tirarle las llaves al suelo como un desafío, pero solo el silencio contesta a mi S.O.S. Una vecina me dijo que se había mudado. Volví a mi vídeo.
        
Conforme fueron pasando las semanas, cada vez la echaba de menos con mayor frecuencia. Me cansé de su presencia en el vídeo y deseé más. Revisé uno por uno todos los sex-shop de Madrid hasta encontrar otra película en la que trabajaba, y aún una tercera, y me encerré en casa a verlas una y otra vez. Eran más explicitas que la primera que compré, más atrevidas, más provocativas, más atractivas: me enganché y no podía prescindir de ellas. También la descubrí en alguna revista.
        
Poco a poco me convertí en un asiduo de aquellas boites del sexo y fui marcando en mi cerebro la geografía de su distribución por las calles de la ciudad. A base de frecuentarlos aprendí a distinguir Private de Mirate, el látex del cuero, las bolas chinas anales de las vaginales, los condones de sabores y las infinitas marcas de lencería sexy. Conforme pasaba el tiempo y aumentando mi pericia en la investigación fui descubriendo nuevas producciones protagonizadas por Helena, que ya no se llamaba así, sino Nadia Never, seudónimo del que no logré entender la lógica interna que lo motivaba. En ese proceso, o camino iniciático por las ignotas rutas del amor solitario, también aprendí lo que eran los celos. Ella con otros hombres, hombres que la disfrutaba y, aparentemente al menos, la hacían disfrutar, hombres que la poseían y a los que poseía, con los que desarrollaba unas artes amatorias que a mí me habían quedado vedadas y que, cuando alguna vez intentó practicar conmigo, deseché con el miedo a descubrir en qué lugar y situación las habría aprendido.
        
En un principio pensé que con el tiempo se me pasaría, o que el conocimiento de otras mujeres me proporcionaría ocasión para el olvido. Durante unos meses practiqué una desesperada búsqueda de amor y alivio erótico que me llevó a situaciones en las que nunca hubiera imaginado poderme encontrar: dando consejos fiscales a una prostituta madre de tres hijos a la sombra de dos cubatas en un motel de carretera, bailando como el más torpe del lugar en alguna discoteca de moda a la espera de que Cupido descendiera alado de la bola de espejitos, o acudiendo con ensimismamiento a un cursillo de yoga de cuya profesora creí haberme enamorado tras presentármela mi amigo Paco, antiguo compañero de facultad, en el transcurso de una cena de solteros. Nada resultó: cada vez echaba más de menos a Helena.
        
O, mejor dicho, a la que echaba de menos era a Nadia Never. Si he de respetar el propósito de que estas confesiones, pues no otra cosa que confesiones son estas líneas, sean tan ciertas y verdaderas como ser humano pueda serlo, debo reconocer que a estas alturas la pasión se había transmutado de Helena a su personaje, pues era con él con quien compartía los momentos más placenteros, la laxitud  más tranquilizadora, los sueños más turbadores. Quise serle infiel y compré otras películas, protagonizadas por otras mujeres, quizá más atractivas, quizá más viciosas, pero con ninguna fue lo mismo. Todas me sirvieron para algo, como me sucedía con las de carne y hueso, pero con ninguna sentía la imperiosa necesidad de ir corriendo en taxi desde el sex-shop hasta mi casa para poner la película en el reproductor, dejar sobre el suelo del pasillo, las sillas o el sofá la ropa que en la calle me vestía y tenderme en la cama, pues había trasladado el ordenador a la habitación, y darle luego, con el alma en un puño, al botón del enter.
        
Me había enamorado. Ahora sí que inexorable e inevitablemente me había enamorado como un chiquillo. Aquella imagen intangible de la pantalla que era Nadia me reclamaba desde su escondrijo catódico y yo acudía cada vez como si fuera la primera. Caí cada vez más en una obsesión que personalmente no me parecía perniciosa, sino liberadora, pues había soltado al fin todas las amarras de mis pasiones y ya no me ataba a su realización ningún lazo físico. Seguí el recorrido por el mundo de mi amada a partir de las productoras para las que grababa las películas, pues debía haber ido consiguiendo el éxito en ese mundillo en el que había decidido vivir y cada vez ampliaba más el círculo de su actividad. Colegialas viciosas, en la que, aunque un poco mayor para ir al colegio, estaba espléndida, se había rodado en Holanda. Atadas y violadas, una variedad sofisticada de sadomasoquismo que resultaba un fiasco, pese a la credibilidad que Nadia le daba a su papel, en Alemania, donde también se había producido Orgía de azafatas, una producción barata que transcurría integra en la supuesta cabina de vuelo de un avión. Igualmente seguí su paso por Italia, Suecia, Inglaterra e incluso Estados Unidos. Otra vez el reguero de sus viajes se convirtió en mi principal actividad diaria, lo que me condujo a una reprimenda del jefe de la sección por mi despiste al fichar los oficios que habían referencia a tal o cual asunto ministerial. No podía vivir sin ella.
        
No deje de sentir un complejo de culpabilidad que me sepultaba en espantosas depresiones durante las que apenas salía de casa, siempre pegado al ordenador, atrás y adelante una y otra vez con misma escenas, paralizando la imagen en ese fotograma en que aparecía en todo su esplendor, imaginando en una traducción inventada, pues ni inglés, ni francés, ni alemán, ni griego entiendo, lo que musitaba Nadia-Helena entre gemido y gemido. Incluso llegué a pensar en acudir a un psicólogo que me librara de aquel pesado sentimiento de culpa que me embargaba. Puesto en el trance de colocar cada pieza en su sitio, curandero por curandero, preferí a Macario, origen y motivo primero de mis males, al que le conté la historia, un poco por encima, sin establecer ninguna relación entre Helena y Nadia, de la que al principio no me atreví a hablarle.



3

“Las garras del sexo a la carta han caído sobre ti” --me diagnostico el conserje, que a su condición de pornógrafo y experto en arte de vanguardia, que ya me había demostrado, añadía ahora la de terapeuta síquico--, mientras pinchaba con el palillo una aceituna con anchoa que nos habían puesto en el bar de debajo del ministerio donde una mañana me decidí a contarle parte de mi historia en la hora del aperitivo.

Desde entonces me vi a menudo con Macario. En el bar de la primera vez, en tascas cutres de cualquier barrio extremo de Madrid, de las que también resultó ser profundo conocedor y cliente asiduo, o en puticlubs, barras americanas y locales de streptease a lo que me llevó, estoy seguro aunque él nunca me lo dijo, con el sano propósito de enfrentarme con la realidad de la vida y sacarme de la vorágine en que me había metido por aquellos meses. Las reuniones eran siempre parecidas: yo hablaba hasta romperme la garganta --eso y el alcohol que ingeríamos y los canutos que nos fumábamos, que también influían lo suyo--, y el callaba, aparentemente concentrado en mirar los culos de las mujeres que anduvieran por el local. Pero escuchaba. Vaya si escuchaba. Y al final entre dientes me daba la clave para progresar en mi proceso curativo.

“Diversificación de riesgos”, aseveró cuando le dije que había empezado a comprar películas que ya no protagonizaba Nadia Never, conocedor como ya era yo por aquel entonces hasta la saturación de cada pliegue de su cuerpo, repetido una y otra vez en la pantalla, analizados y disfrutados ya en mil y una ocasiones calenturientas cada fotograma de cada secuencia de cada película de mi amada, a la que descubrí, casi sin darme cuenta, una cierta tendencia a la exhibición gimnástica. Y sin darme explicación del motivo, Macario empezó a hablarme del mundo erótico de internet, al que hasta el momento yo había permanecido ajeno, inmerso como estaba por mi obsesión hacia Nadia, y en el que pronto encontré un océano de sexo que colmó mis fantasías más ocultas y en el que me sumergí sin escafandra. Mi ordenador lo pagó, a manos de una legión de virus que dieron con él en el contenedor de basura con todos los archivos dentro, ya irrecuperables, y mi cuerpo se agotó de dar brazadas hasta que Macario me dio su bendición urbi et orbi. “Has llegado a la saturación de efectivos. Ahora empezarás la búsqueda de la excelencia”, pontificó de repente una tarde en la que yo no le había contado nada y en la que habíamos ido a visitar una exposición en la Biblioteca Nacional sobre “Editorial Bruguera. El tebeo español en la inmediata posguerra. Autores de izquierdas para cómics de derechas”, tema del que Macario podía hablar horas seguidas, según me estaba demostrando con cada nueva viñeta a la que nos enfrentábamos.

No me di cuenta exacta de aquello que me había dichos sobre la saturación, los efectivos y la excelencia hasta que unos días después me sorprendí quedando con una compañera de trabajo para cenar y tomar unas copas. Ella se acababa de divorciar, siempre nos habíamos caído bien e incluso nos habíamos tirado los tejos en ratos libres, así que me pareció una candidata ideal para volver a poner los pies en la tierra. O las manos en la masa, no sé yo. La cosa no fue mal, incluso repetimos un par de veces, pero yo aún seguía con lo mío en internet y todo me resultaba un esfuerzo excesivo. Aparte de que ella mantenía al mismo tiempo una historia con el subdirector de recursos humanos, sección en la que trabajaba, que le exigió que rompiera conmigo. También traté con una amiga de mi hermana, “progre, guapa y simpática, lo que tú necesitas”, según me aseguró, que al final resultó, además, una apasionada del ocultismo que buscaba un padre y no un amante. Y con una jovencita que conocí una noche de verbena, más lista que el diablo, que me dio un par de alegrías y me dejó porque yo era un muermo. Y con… nadie más, que yo recuerde en este momento. Las cosas se amainaron solas y retomé mi vida más o menos común: comidas familiares, novias efímeras en la realidad y relaciones suplentes en internet, que no llegué a abandonar, tardes de lectura o de cine, concursos televisivos… y Macario, que siguió siendo mentor de mi vida, paño de lágrimas y compañero divertido en aventuras disparatadas.

Hace tan sólo unas semanas volví a ver a Helena en un desfile de ropa interior de la Pasarela Cibeles, al que, precisamente, me llevó Macario. Estaba entre el público en el cóctel posterior, en el que conseguimos colarnos gracias a las argucias de mi amigo, que en un momento de aglomeración nos hizo pasar por periodistas enseñándole al vigilante de la puerta su carnet sindical y una pequeña cámara de fotos que me acababa de dar para que yo hiciera el papel de reportero gráfico. Nuestras miradas se cruzaron, e incluso en un momento llegamos a estar espalda contra espalda ante la mesa de las bebidas. Escuché que aún seguía bebiendo Gordon’s con un chorrito de menta. Olí de nuevo su perfume de siempre. No nos saludamos. Al volver a casa celebré una gloriosa reconciliación con Nadia Never.




Carlos Villarrubia/Hilario Camacho

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