domingo, 27 de octubre de 2013

HOMENAJE A ANTONIO MACHADO EN BAEZA 2

De carreras con Machado en Baeza (y 2)
1966. Homenaje a Antonio Machado. Prohibido, pero realizado







El sábado 19 de febrero de 1966 amaneció en Madrid nublado y oscuro, y así estaba cuando, dos o tres autocares por la mañana, que ha sido imposible precisar el número, y otros tres después de comer, salieron hacia Baeza, alquilados por el Club, del final de la calle de Santa Isabel, frente al viejo Hospital de San Carlos, hospital de sangre durante la guerra civil que para entonces estaba cerrado y que luego sería el Museo de Arte Reina Sofía.
Fedor Adsuar, que hacía menos de un mes había sido detenido por última vez con motivo de una manifestación ante la embajada estadounidense protestando por el accidente que había hecho caer dos bombas atómicas en el pueblo almeriense de Palomares el 17 de enero, recuerda perfectamente aquella partida, de la que desde el principio conoció un dato que el resto de los viajeros ignoraba. “Nada más llegar al autocar el conductor, al que conocía porque ya habíamos hecho excursiones con él y era de confianza, me avisó de que la policía había preguntado allí mismo por mí, y que sabían perfectamente a qué íbamos a Baeza, así que se puede decir que hicimos el viaje controlados y vigilados desde el primer momento”. Victoria, que entonces era su novia con poco más de 19 años y que luego sería su esposa, conserva otra visión totalmente diferente de aquel momento de la partida: “Si digo la verdad, cuando salí de Madrid no sabía que allí se iba a montar un pitote. Yo era muy inocente entonces y estaba convencida de que íbamos simplemente a poner una escultura en homenaje a Machado, que acudirían muchos intelectuales y que algunos actores, como Rabal o Fernán Gómez iban a recitar poemas, como habían hecho en el disco que se había vendido mucho en el Club y que yo había comprado. No me cabía en la cabeza que aquello tuviera nada de malo, por eso me sorprendió mucho lo que sucedió luego y me sirvió para ir planteándome las cosas de la política de otra manera”.
En uno de aquellos autocares viajaba el poeta y novelista catalán Vicente Molina Foix, que entonces era un simple estudiante de filosofía y letras en Madrid pero que en 2007 obtendría el Premio Nacional de Narrativa. “El Club de Amigos de la Unesco fletaba autobuses para acudir al acto, y yo, en compañía del poeta Antonio Martínez Sarrión y de Terenci Moix, que a la sazón vivía una bullente temporada madrileña, viajé en uno de los que, saliendo de Madrid el sábado día 19 por la mañana, permitían pernoctar en Baeza antes del homenaje del domingo”, rememoraba en un artículo publicado en El País en 1983. “En el autocar me encontré con varios compañeros de la Complutense, y hubo cantos amortiguados y eslóganes durante el trayecto. Sarrión, que en aquellos días era vecino y comensal mío, viajaba poseído por una sensación, supongo que no menos desconcertante: la de ser funcionario público camino de un acto ilegal. Terenci estaba taciturno, tocado con una hermosa boina; se había rapado la cabeza días antes, en un gesto de amor contrariado que había impresionado hondamente al destinatario de acción tan radical”.
También se acordaría después de las canciones de aquel viaje el luego periodista José Antonio Martínez Soler, que entonces, con 19 años,  era  delegado de curso en la facultad de Arquitectura de Madrid y que también viajó a Baeza en uno de aquellos autocares: “íbamos contentos como unas pascuas, después de haber dado algunas cabezadas, y nos despertamos con un cosquilleo de emoción, al acercarnos al lugar del homenaje sin haber sufrido ningún percance político ni policial. Nos dábamos ánimos y/o espantábamos el miedo -¡cómo no!- cantando. Entonces se decía: “Cuando el español canta, está jodido o algo le pasa”. Las canciones republicanas de rigor (“¡Ay Carmela!”, “Si los curas y monjas supieran…”, “Cuando canta el gallo negro…”, etc.) sonaban, sin orden ni concierto, en aquel oasis de libertad rodante, en aquel autobús cargado de hombres y mujeres, unos demócratas, otros aún partidarios de la dictadura del proletariado, todos antifranquistas ilusionados, arrobados por la adrenalina del peligro, de todas las edades y clases sociales, con trencas gruesas, barbas descuidadas y pelos largos, pero también con respetables calvas de doctos intelectuales y artistas, armados con largas bufandas y abrigos de postín”.
En aquellos años, como ahora, la distancia entre Madrid y Baeza rondaba los 400 kilómetros, sólo que entonces recorrer ese camino suponía bastante más tiempo y cansancio, sobre todo si se viajaba a bordo de un destartalado autocar que aún no había vivido la renovación de parque automovilístico nacional. Eran horas y horas por carreras estrechas y mal asfaltadas, flanqueadas cada pocos kilómetros por desvencijadas casas de peones camioneros, entre campos yermos en los que sólo de vez en cuando se veía pastar algún rebaño de ovejas, apretadas alrededor de los olivos ya descargados de fruto, buscando en el contacto físico huir del relente del día. A su lado, acompañado de su perro, a veces frente a una mínima fogata, el pastor. La carretera por la que iban los autobuses envueltos en plena canción revolucionaria atravesaba los pequeños pueblos vacios, en los que la dureza del clima parecía haber obligado sus habitantes a invernar en sus nichos. Nadie en las calles. Sólo la escasa iluminación de algún colmado o taberna permitía saber que estaban habitados. O una mujer enlutada y tapada la cabeza con un pañuelo que doblaba una esquina. O un hombre con boina, pantalón de pana y abarcas que conducía una mula cargada de leña hasta el corral.
Quienes salieron en la mañana del sábado pudieron llegar esa misma noche a Baeza, antes de que se dictara la prohibición de entrar en el pueblo que se establecería la mañana siguiente. “Al llegar, a última hora de la tarde, a Baeza, anduvimos un buen rato por sus bonitas calles, observados, con una mezcla de curiosidad y presentida fatalidad, por los habitantes. Nosotros dormíamos en una pensión local, pero los más pudientes y los maestros estaban en el cercano parador nacional de Úbeda, y allí acabamos yendo después de cenar. Ese rato de confraternidad en el hermoso palacio restaurado fue para nosotros, sobre todo a la vista de lo que sucedió 12 horas más tarde, lo más emocionante y cálido del viaje. Sastre, Celaya, Moreno Galván, Raimon, por citar sólo algunos de los que entonces eran indiscutibles héroes de una lista civil de escritores y artistas, estaban en Úbeda y, de forma improvisada, se organizó una reunión en uno de los salones del parador, donde se recitaron poemas de ocasión y Raimon interpretó canciones cuyas estrofas todos conocíamos”, ha rememorado Molina Foix.
Los autocares que partieron por la tarde entraron ya de noche en la provincia de Jaén, y los viajeros decidieron quedarse a dormir en Úbeda o en alguno de los pueblos cercanos a Baeza. Una parte, los de mayor edad y por consiguiente poder adquisitivo, buscaron pensiones en las que pernoctar; otros, los más jóvenes, decidieron quedarse en el mismo autocar, en el que sólo el cansancio consiguió hacerles dormitar unas horas antes del amanecer, después de infinitos cuchicheos y canciones en voz baja. Hubo, incluso, quien enfermó y acabó en el hospital, parece ser que como consecuencia de una úlcera que tenía, “o algo así, que ya no lo recuerdo con el tiempo que ha pasado”, rememora Fedor, en cuya memoria lo que sí permanece imborrable es que al día siguiente, por la mañana, cuando se acercaban a Baeza, “en un cruce de carreteras”, la guardia civil paró el autocar e impidió que siguiera adelante.
Éramos jóvenes y teníamos un entusiasmo que ya querríamos ahora”, asegura Victoria, “así que cuando pararon el autobús nos dijimos ¿Por qué no vamos a ir? Si no nos dejan pasar en los autocares, pues andando”, y ahí se pusieron en camino, con un frío que pelaba, a una distancia de Baeza que desconocían, “hasta que empezaron a llegar coches desde el pueblo, porque a los transportes particulares sí les habían dejado entrar, y fueron recogiéndonos según nos encontraban: primero a los que iban delante, con los que se tropezaban antes, y luego a los que iban más atrasados. Nada más llegar a Baeza lo primero que hicimos fue entrar a tomar algo en un café y calentarnos delante de una estufa de hierro, porque estábamos agotados, helados y sedientos”. Los viajeros fueron llenando poco a poco las calles, los bares y cafés del lugar, que por lo demás estaban vacios de lugareños, pues el día anterior el alcalde había difundido un bando anunciando que una banda de rojos y subversivos iba a invadir el pueblo a la mañana siguiente. Un anuncio amenazador y difamante que encerró a los vecinos en sus casas, desde las que observaban, con mayor o menor descaro o valor, a la extraña comitiva que dichosa y dicharachera iba formando grupos por todo el pueblo. José Antonio Martínez Soler ha escrito sobre ese mismo momento del encuentro con los que habían llegado antes y esperaban desperdigados por el pueblo o en la plaza: “Nos abrazamos. No estábamos solos ni perdidos en aquella aventura político/poética… No puedo expresar la emoción que sentí al ver que, sin teléfonos móviles ni palomas mensajeras, otros habían decidido seguir a pie, como nosotros”.
Cuando se pensó que había llegado el momento de iniciar el paseo, los que estaban en los bares salieron de ellos, quienes se habían refugiado del frío en los soportales de la plaza los abandonaron y los que habían ido formando grupos por las esquinas confluyeron en una gran marea que se dirigió a la salida del pueblo, al empinado camino que tanto utilizara antaño el poeta.
De hecho, el momento de más intensa participación colectiva de la jornada fue ese recorrido por las estrechas calles de Baeza… Pese a la diversidad de grupos interiores y exteriores y las dificultades de acceso, se fue formando una marea unitaria que llegó finalmente a su destino”, ha dejado escrito Molina Foix. Su colega de profesión Carlos Álvarez, que había viajado en el coche de su hermano Fernando, estaba en primera línea: “Al llegar arriba apareció un teniente que paró la manifestación. Primero inició una conversación con Carlos Castilla del Pino, que se enfrentó con él con mucha cortesía y total firmeza. Incluso recuerdo que le exigió al guardia su documentación cuando este le pidió el carnet de identidad”. 
Carlos Castilla del Pino, a la sazón psiquiatra en Córdoba, donde se había encargado de coordinar el homenaje, confirmó punto por punto los recuerdos del poeta en el segundo tomo de sus memorias, Casa del Olivo, en las que cuenta cómo “el teniente cedió su lugar al sargento. Al minuto volvió a paso ligero, se colocó ante nosotros, y a la voz de ‘¡Esto se ha acabado!’, ordenó a sus huestes que nos disolvieran”.
Adela Parrondo, la bibliotecaria del Club, había viajado en coche hasta Baeza con su marido, el pintor Juan Genovés, y aquella mañana se encontraban hacia la mitad de la multitud que subía al lugar del homenaje, en compañía de varios amigos, entre los que estaba la hija de José Bergamín. Cuando tropezaron con los grises, intentó dialogar con uno de ellos, pero no le sirvió de nada. “Me acuerdo de dos cosas: de que Teresa Bergamín, que era una chica muy elegante, muy afrancesada, me aconsejó que nos pusiéramos el bolso en la cara, para que así, si nos pegaban, no nos dejaran marcas, y de que a Juan le entro el terror de que al ir corriendo alguien se pudiera caer por los terraplenes enormes que había al borde del camino”. En aquel momento de carreras no dejó de pensar que muchas de las situaciones e imágenes a las que se estaba enfrentando le traían a la cabeza algún cuadro que había aprendido a apreciar en el Museo del Prado o en la Escuela de Bellas Artes, en la que había estudiado: “Mientras corría hacia el pueblo, miré hacia arriba, porque aquello era una cuesta enorme, y vi a uno de los hermanos Gallifa, no recuerdo cual, pues eran dos y se parecían, que se abría la camisa y enfrentado a los guardias les gritaba: “pegarme si queréis”. Parecía justamente la imagen de Goya. Un poco más abajo también encontré algo que parecía un cuadro. Era una pareja, a la que conocía mucho del Club pero de la que no recuerdo el nombre, que se habían abrazado en medio de la gente que corría y se quedaron quietos, aguantando los palos que les daban así abrazados”.
Dos semanas después, el 3 de marzo, la revista italiana Il Ponte, de Florencia, publicó una crónica anónima, que bien podría haber sido escrita por Andrés Sorel, que, además de colaborar en Mundo Obrero y La Pirenaica, también escribía en publicaciones europeas, sobre el abortado paseo con Machado, y no sin un cierto tremendismo, aunque en concordancia con el resto de testigos sobre los hechos, describía el final de los acontecimientos, con el añadido ventajoso de haber sido escrito no en la distancia del recuerdo y los años, sino nada más acabar el fragor de la confrontación: “Todo el resto fue violencia y brutalidad. La multitud gritaba: "¡Asesinos! ¡Asesinos!". Muchos cayeron bajo los golpes; se oían gemidos, gritos y muchos niños lloraban aterrorizados. Los "grises" persiguieron, implacables, a los pocos que al comienzo echaron a correr y golpearon brutalmente a los que se paraban enfrentándose para ayudar a los que se habían caído. La gente, en masa, tras una carrera de dos kilómetros, llegó a la Plaza en un clima de cólera, exasperación y terror. Algunos se refugiaron en un bar, pero los policías los sacaron violentamente a la calle de nuevo, siendo recibidos con una violencia todavía más terrible: golpes, insultos y todo tipo de brutalidad. Muchos fueron detenidos y después comenzaron las redadas, la caza del hombre por todas partes: nuevas detenciones. El pueblo asistió atónito a este horror. Los "grises" gritaron "A los coches", empujando a todos con violencia y siendo ayudados por los "sociales". Aquellos que no disponían de coche para alejarse de Baeza fueron sacados de cualquier modo. Un grupo huía por la carretera. Los que llegaron a Úbeda (una ciudad próxima) vieron que en el cuartel de la Guardia Civil los oficiales esperaban órdenes para dirigirse a Baeza”.
El homenaje se saldó con muchas carreras, algún lesionado y 27 detenidos, de los que ese mismo día quedaron en libertad 16 tras tomarles declaración a todos en la misma Baeza. Los once restantes fueron trasladados a Jaén, donde les soltaron al día siguiente con multas de entre 5 y 20.000 pesetas. Entre ellos estaban el crítico de arte José María Moreno Galván, el dramaturgo Alfonso Sastre, el pintor Eduardo Úrculo, el maestro Pedro Dicenta, el ingeniero J. A. Ramos Herranz, el abogado Alfredo Flores, el editor Manuel Aguilar y el poeta Carlos Álvarez. A este último, incluso le detuvieron dos veces: “La primera vez en realidad fue un intento, porque me escapé. Cuando estábamos arriba, al comienzo de la carga, unos cuantos guardias intentaron agarrarme y llegaron a cogerme de la manga, pero yo salí corriendo y me solté. Fue luego, cuando iba con mi hermano a recoger el coche para volver a Madrid cuando finalmente me rodearon y me detuvieron”.
El colofón poético lo puso Gabriel Celaya, que andaba por allí y reflejó el ataque policial en un poema, no quizás de los mejores entre los suyos, pero sí de los que debió escribir más pegados a los hechos de los que trataba. Titulado significativamente “20-2-66”, con no poca ironía y una cierta mala conciencia por haberse escapado de rositas, describía lo sucedido: “En la mitad de la calle, ya no queda nadie./ Son los Guardias de la Porra quienes la limpian y barren./ Todo el mundo se esconde en los portales,/ y yo, como soy tonto, les pregunto: "¿Qué pasa?"/ Dos amigos me cogen de golpe por la solapa,/ me meten en un rincón, a empujones/, y mal, me explican cosas raras en voz baja./ Es difícil de entender, porque no hablan en inglés,/ y aunque citan a Machado, no emite la BBC./ Es difícil de aceptar, escondido en un portal,/ que otros aguanten lo malo de la vergüenza mortal/ mientras algunos, cobardes, nos tratamos de salvar/ de los palos arbitrarios y el diluvio general”.
La historia, no obstante, trajo cola y no acabaron las cosas en esas rimas poéticas. Ojalá. La concentración de Baeza dejó flecos sueltos que se fueron recogiendo en los meses, e incluso años posteriores. De momento, el régimen debió lamentar que la represión del homenaje hubiera alcanzado, en España y en el extranjero, una resonancia que ensuciaba la imagen de prístina democratización que pretendían ofrecer de cara al exterior, así que decidieron intentar neutralizarlo organizando el suyo propio, uno que no se les escapara de las manos y dejara claro que ellos también eran seres civilizados y sensibles a las metáforas poéticas. Así lo anunciaron al menos los diarios ABC y La Vanguardia los días 18 de marzo y 2 de abril respectivamente, en sendos sueltos, tan parecidos que no podían sino haber salido ambos de la misma nota oficial.
El programa que se anunciaba, a celebrar el 7 y el 8 de mayo, coincidiendo con la celebración del Día de la Provincia, no tenía desperdicio. Habría misa solemne en la Catedral, colocación de una lápida conmemorativa en el Instituto, festival artístico y el acto cultural más importante: un recital “en el que intervendrán los principales poetas españoles y los Cantores de Madrid”, seguido a las once de la noche de “una fiesta poética, en la que será mantenedor de la misma don Blas Piñar”. Nada menos. ¿Cómo era posible que pretendieran homenajear a Machado de esa manera? ¿Dónde se había visto que el criminal rindiera homenaje al asesinado en el aniversario del crimen?
También las multas trajeron cola y fueron motivo de nuevos enfrentamientos entre la dictadura y los multados. En la España franquista no pagar las multas gubernativas se había convertido también en un arma de resistencia y denuncia, por eso eran muchos los que elegían la medida alternativa de sufrir embargos o encarcelamientos. Había para ello dos motivos: no contribuir a las arcas del estado con el dinero antifranquista y rechazar con el impago la idea de que la multa respondía a un acto de legalidad, poniendo así en evidencia la arbitrariedad represiva del régimen. La Vanguardia, que todavía añadía “Española” a su título, publicó el 25 de noviembre de ese mismo 1966 un suelto de la agencia Fiel en el que daba noticia de que “en la mañana del jueves, la comisión  judicial del Juzgado Municipal número 23, de Madrid, se personó en el domicilio particular del señor Moreno Galván, crítico de arte, y procedió al embargo de sus bienes para cubrir la responsabilidad que tenía pendientes con el gobernador civil de Jaén, quien le había impuesto una multa de 15.000 pesetas por su participación en un homenaje al poeta don Antonio Machado, en la localidad jienense de Baeza, el pasado 22 de febrero (en realidad había sido el 20), acto que no fue autorizado por las autoridades gubernativas”.
Los resultados del impago de Carlos Álvarez fueron más chuscos. Al poco del homenaje, el poeta, dadas la persecución y censuras que sufría, decidió viajar al extranjero y permanecer una temporada fuera de España respirando aires menos viciados. “A la vuelta –recuerda ahora--, un día que había acudido al entierro de un camarada, se me acercó la policía recordándome que tenía una multa pendiente, y me dijeron que o la pagaba o me llevaban 30 días a la Dirección General de Seguridad. Ellos querían que pagara, no encerrarme, porque encarcelar a alguien que tenía una cierta relevancia social les perjudicaba, así que me hicieron una oferta insólita, que la pagara en cómodos plazos. Me volví a negar, porque de ninguna manera quería darles el gusto de verme pasar por el aro, así que me detuvieron, aunque al final sólo pasé un día en el calabozo. Los amigos que tenía fuera de España, especialmente en Escandinavia, donde me habían dado un importante premio de la Asociación de Escritores Escandinavos y era bastante conocido, protestaron airadamente, y no les quedó más remedio que ponerme en la calle”.
En el Club, el frustrado homenaje fue tema de conversación y debate durante meses, y la figura de Machado siguió siendo objeto de diversos actos, internos y sólo para socios en la mayor parte de los casos, como los celebrados en 1967, con una conferencia de Aurora de Albornoz, o en 1970 y en 1973, para los que se editaron sendos folletos con una selección de su obra. No obstante, la inquina de la dictadura contra el poeta seguía siendo once años después tan fuerte como lo había sido en 1966, por mucho que ya intentaran disimularlo. En fecha tan tardía como enero de 1977, quince meses hacía ya que había muerto el dictador, sucedió que en un acto organizado por el Club en recuerdo de Machado --que debería tener lugar en la Facultad de Filosofía y Letras de la Complutense, y en el que se había anunciado la participación, entre otros, de Andrés Sorel, Sabina de la Cruz (en representación de Blas de Otero), Rafael Montesinos, Félix Grande, Rafael Soto Vergés, Carlos Álvarez y Celso Emilio Ferreiro--, se autorizó la celebración del acto en sí, pero se prohibieron las intervenciones de Álvarez y Ferreiro. Estaba claro: se permitía porque Franco ya se había muerto, pero se censuraba porque el franquismo seguía vivo y peleón, aunque fuera en los estertores de la agonía.
A todas estas ¿qué pasó con los 90 kilos de peso y los 80 centímetros de altura de la cabeza que Pablo Serrano había tardado un año en esculpir? La escultura había entrado y salido de Baeza en el portaequipajes del dos caballos de Fernando Ramón, el arquitecto que había construido el pie del monumento, en el que permaneció escondida todo el día, hasta que fue depositada nada más volver a Madrid en el estudio del escultor, de donde la sacaron en 1970 para que presidiera la nueva librería Antonio Machado que se acababa de abrir. Sin embargo, los tres atentados de la extrema derecha que sufrió la librería en 1971, en los que se rompieron los escaparates y se tiró pintura roja sobre los libros, recomendaron dejar de exponerla en público y pasarla, de alguna manera, a la clandestinidad, depositándola en el sótano de José Vicente Chamorro.
En ese tiempo que estuvo escondida la escultura de Pablo Serrano --“como el símbolo de que la cabeza de Machado aún no tenía sitio en este país”, en palabras de Chamorro a el diario El País en abril de 1981--, el escultor realizó varias réplicas de su obra, con pequeñas variaciones, que aún se encuentran en el Museo de Arte Moderno de París, el Moma de Nueva York y la Universidad de Brown (EEUU), además de en la Biblioteca Nacional, la Academia de Bellas Artes y la Ciudad de los Periodistas, en Madrid, y en el Museo Pablo Serrano de Zaragoza.
La original, la de Baeza, no salió de su escondite en el sótano de José Vicente Chamorro hasta que regresó a su destino inicial en el pueblo jienense en abril de 1983, esta vez con todos los honores, para ser instalada en el mismo lugar de donde había sido expulsada 17 años antes, en un homenaje organizado prácticamente por los mismos que habían puesto en marcha el de 1966 y en el que también participó activamente el CAUM. En su programa de actividades de mayo de aquel año se puede leer: “El 10 de abril hemos vuelto a Baeza más de cien compañeros del Club, para celebrar, al fin, los proyectados “PASEOS CON ANTONIO MACHADO”. Paseos que hace 17 años fueron interrumpidos violentamente… En esta mañana de abril, unos miles de personas, chicos y grandes, procedentes de toda España, en tropa alegre y familiar, sin presidencias ni fórmulas rituales, se agrupó frente a la casa donde “El humilde profesor de un Instituto rural” vivió; después, atravesando la plaza y tras detenerse un momento en el Instituto, pasando al pie de la Catedral, salió al campo. Calor de verano, alegría, y alrededor del monumento una multitud que oye las palabras de Chamorro y los versos de Machado en las voces de Alberti y de Rabal”.




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