sábado, 7 de septiembre de 2013







Geografía de cárceles
                                                          





Desde el momento mismo de la sublevación militar hasta la llegada de la democracia ni un sólo día dejo de haber comunistas presos en las cárceles españolas. Naturalmente, no solo los comunistas fueron detenidos, pues la furia represora del franquismo victorioso no hizo distingos y encarceló a cuanto oliera desde lejos a desafecto al régimen, pero habría que admitir en justicia que los militantes del PCE se encontraron entre los que se llevaron la peor parte de la represión. Esa larga historia carcelaria pasó por varias etapas, que a efectos de organización del libro hemos resumido en dos capítulos; éste, en el que se reproducen testimonios de encarcelamientos de primera hora, justo al final de la guerra o poco después, y el doce, que reúne experiencias carcelarias posteriores, consecuencia ya de la lucha clandestina contra el franquismo.

Antes de la finalización de la guerra, el 9 de febrero de 1939, el gobierno de Burgos dictó la Ley de Responsabilidades Políticas, con la que pretendían eliminar de la faz de España los restos de republicanismo que pudieran quedar tras la derrota de la República, indicando claramente desde su preámbulo que la ley nacía "para liquidar las culpas contraídas por quienes contribuyeron con actos u omisiones graves a forjar la subversión roja, a mantenerla viva durante más de dos años y a entorpecer el triunfo, providencial e históricamente ineludible, del Movimiento Nacional"[1]. Franco y sus asesores jurídicos sabían que habían derrotado al ejército de la República, pero que no ganarían definitivamente la guerra hasta que no exterminaran o acallaran a todos los españoles fieles a la legalidad republicana. Ni aún así lo consiguieron.

Dicha ley partía de un principio tan poco jurídico como la retroactividad, ya que se penalizaban actuaciones y conductas no ya anteriores a su promulgación, sino incluso previas al 18 de julio de 1936. Así pues, se ilegalizaba y castigaba a cuantos hubieran formado parte, no ya como dirigentes, sino también como simples afiliados, a todos los partidos, sindicatos y agrupaciones sociales integrantes del Frente Popular en las elecciones de febrero de 1936.

A los comunistas, y a los masones, Franco les premiaría con una atención personalizada, creando el Tribunal Especial para la Represión de la Masonería y del Comunismo el 1 de marzo de 1940, en medio de una auténtica avalancha de leyes y decretos de depuración, represión y castigo. Probablemente el Caudillo por la gracia de Dios preveía ya quienes iban a ser sus principales enemigos en el futuro, y si marró con los masones, de los que apenas quedaron mil en España tras la guerra, la mayor parte en las cárceles, acertó de lleno con los comunistas, que se convirtieron en su oposición más constante y decidida. Bien es verdad que el generalísimo de los ejércitos de tierra, mar y aire, analfabeto en esto como en todo lo que no fuera mandar la tropa, tenía un amplio criterio de lo que era el comunismo, pues la ley incluía en la definición a "los inductores, dirigentes y activos colaboradores de la tarea o propaganda soviética, troskistas, anarquistas o similares". Es decir, todos.

Dar una cifra exacta de los españoles encarcelados al final de la guerra resulta imposible, mucho más del número de comunistas presos. Para el secretario general de la UGT durante la guerra, Rodríguez Vega, en 1942 habían pasado por las cárceles y campos de concentración franquistas unos dos millones de españoles. Max Gallo indica que “es posible que hubiese en España más de millón y medio de prisioneros”, de los que especifica que en 1946 debían quedar unos doscientos mil, repartidos en ciento cincuenta cárceles. Datos oficiales del Anuario Estadístico de 1943 da el número de cien mil doscientos sesenta y dos reclusos a fecha del 1 de abril de 1939, que aumenta a doscientos setenta mil setecientos diecinueve el año siguiente, para reducirse en 1942 a ciento veinticuatro mil cuatrocientos veintitrés. Como, elemento comparativo se puede tener en cuenta que en 1934 había en España un total de doce mil quinientos setenta cuatro presos, según el mismo estudio oficial franquista. No es cosa de entrar en polémica; en cualquier caso fueron demasiados.

Al finalizar la guerra florecieron las cárceles en España. Se utilizaron para ello cuarteles, colegios, conventos, chalets y otros edificios. Solamente en Madrid había diecinueve de ellas: Porlier, Ventas, San Antón, Yeserías, Torrijos, Claudio Coello, Quiñones, Las Comendadoras, Santa Engracia, San Lorenzo, Conde de Toreno, Ronda de Atocha y las instaladas en los grupos escolares Miguel de Unamuno, Príncipe y Santa Rita, así como en los cines Bellas Artes, Europa y otros; amén del estadio del Real Madrid, que se había habilitado como campo de internamiento en los primeros meses tras la ocupación de la ciudad. Lugares famosos de esta geografía de la ignominia fueron los penales de Santa María (Cádiz), Burgos, Ocaña (Toledo) El Dueso (Santander), las prisiones de Valencia, Astorga, Pamplona o Alcalá de Henares, el reformatorio de Alicante, el monasterio de Uclés (Cuenca) y la Tabacalera de Santander.

En las siguientes páginas se reproducen varios testimonios del paso de militantes comunistas por aquellas cárceles. Dos de ellos son de mujeres, y a propósito de ellas quisiéramos reproducir aquí un texto de la también comunista Juana Doña, que conoció durante dieciocho años lo que era vivir entre rejas: "Se puede contar con los dedos de las manos lo que fuera y dentro del país se ha impreso para denunciar y poner al desnudo las iniquidades que las mujeres han sufrido y sufren en las cárceles de nuestra geografía. A las mujeres se les ha dedicado unas líneas apenas en ese río de volúmenes que se ha escrito sobre la guerra civil y la resistencia en nuestro país. Sin embargo, por las prisiones han pasado miles y miles de mujeres; no ha habido una sola lucha antifascista donde las mujeres no hayan participado. Ellas han estado presentes desde las primeras organizaciones clandestinas, que empezaron a montarse en el mismo trágico verano de 1939, hasta en los riscos de las montañas, como guerrilleras; a lo largo de casi cuarenta años de lucha contra el franquismo, no han sido sólo colaboradoras, sino organizadoras de la resistencia, han sido una cantera inagotable que ha nutrido la diversidad deformas clandestinas a lo ancho y a lo largo de nuestro país"[2].







[1] Citado por Daniel Sueiro y Bernardo Díaz Nosty en “Historia del franquismo” (Biblioteca de la historia de España, Editorial Sarpe, Madrid 1986). Excepto que se indique io contrario, los datos y citas que se ofrecen en esta introducción pertenecen a este libro.
[2] “Desde la noche y la niebla (mujeres en las cárceles franquistas”. Novela-testimonio. (Ediciones de La Torre, Madrid, 1978).









Cárceles 1


El año 42 me detuvieron en San Sebastián y no salí de la cárcel hasta el 60. A Ángel no le conocía todavía, aunque creo que le había visto una vez, en un viaje que hice a Madrid desde San Sebastián, cuando estaba allí clandestina, pero sólo fue un contacto; él me dio algo, yo le di algo y eso es todo lo que le había visto hasta que me detuvieron. No sabía ni como se llamaba.

Cuando me detuvieron y llegué a Gobernación, se enteraron los camaradas que estaban en Porlier. En Gobernación, la encargada de la limpieza de los sótanos era mujer que era falangista, pero que tenía un hermano en la cárcel, y un día me preguntó que cómo me llamaba. Le pregunté que porque quería saberlo y me contestó que por curiosidad. Se lo dije, porque como ya estaba detenida no tenía importancia, y al cabo de unos cuantos días me echaron un papelito por debajo de la puerta. Era un papel de fumar. El que lo escribía era Ángel, no porque me conociera, que él tampoco se acordaba de que nos habíamos visto antes en aquella cita clandestina, sino porque debía tener algún tipo de responsabilidad en la cárcel y me decía que los camaradas de Porlier estaban muy preocupados por mí situación. También me comunicaba algunas cosas que la policía sabía de mí y estaban acumuladas en mi expediente, para que yo lo supiera y buscase una explicación para la defensa. Así que yo subía a declarar y me preguntaban cosas, algunas de las cuales sabía de que iban y otras no.

Cuando llegué a la cárcel de Ventas iban obreros a hacer pequeñas reparaciones de fontanería o de albañilería. Solían ser presos políticos que tenían condenas pequeñas, de cuatro o seis años, y siempre iban cargados de notas. A través de ellos Ángel empezó a comunicarse conmigo, preguntándome qué tal me había ido y diciéndome que utilizase el mismo conducto para comunicarles como me encontraba de salud y cosas de esas. Yo todavía no le conocía, pero ya sabía que se llamaba Ángel. Luego ya, cuando vino el juez a leernos los cargos, me enteré que él iba en el mismo expediente. Yo no conocía a ninguno del expediente, porque a mí me incluyeron en él porque los del mío ya estaban juzgados, que por cierto, mataron a la mayoría.

Fuimos a juicio y allí estaba Ángel, naturalmente. Yo soy Ángel Martínez, me dijo, que ni me acordaba de él, y venga a hablar y a hablar sobre las cosas del expediente. Nos juzgaron y a cinco mujeres nos condenaron a muerte y también a cuatro hombres, entre ellos Ángel, que luego sería mi marido. La noche anterior al juicio dormimos todos en las Salesas, a donde nos habían trasladado el día anterior.

Recuerdo que yo llevaba un traje blanco que me había hecho unas amigas y menos mal que algún familiar me había llevado una bata, porque sino cómo iba a dormir yo allí con el traje nuevo, que se podía arrugar y al día siguiente no me serviría para el juicio, al que queríamos ir todos de punta en blanco. Aquella noche, por medio de uno de los que iban a juzgar que tenía cierta influencia, pasaron mucha comida a los hombres, y le dijeron a la guardia que por qué no llevaban a las mujeres a su mismo calabozo para cenar juntos. Pasamos y cenamos con ellos y yo me senté junto a Ángel. Estuvimos cantando y cenando, igual comíamos un trozo de tortilla que un trozo de queso, y lo pasamos muy bien. Luego ya regresamos cada uno a nuestro calabozo y nos juzgaron al día siguiente. Nos condenaron a muerte.

Cuando nos llevaron de vuelta a las cárceles íbamos todos en el mismo camión. Primero dejaron a los hombres en Porlier y luego nos llevaron a nosotras a Ventas. Me acuerdo que Ángel me dio un abrazo muy fuerte y me dijo: bueno, Manoli, hasta muy pronto. Hasta muy pronto. Nunca se me olvida aquello y se lo he recordado a menudo. Hasta muy pronto, decía, y tardamos dieciocho años en volver a vernos.

El era viudo, su mujer había muerto a finales del 38. Siguió escribiéndome de cárcel a cárcel y cada vez me decía que teníamos que normalizar nuestras relaciones. No sé si porque las mujeres somos más desconfiadas o porque nos lo pensamos todo más, yo le contestaba que había que esperar un poco, que no sabíamos cuando íbamos a salir en libertad. Todo eso después de habernos conmutado la pena de muerte, que estuvimos cinco meses esperándola. Una espera horrorosa, que en el caso de mi marido fue especialmente dura, porque les llevaron a capilla con otros diecinueve y a las seis de la mañana llega el funcionario con una lista, la lee y a Ángel y a otro camarada no les cita. Oiga, que faltamos dos, dijeron, que estamos aquí y se ha olvidado usted de nosotros. Ustedes dos, contestó el funcionario, han sido conmutados, llegó la orden a las tres de la mañana. Pero tuvieron que esperar toda la noche pensando que aquella madrugada les fusilaban. Nosotras no, a nosotras nos comunicaron al día siguiente que se había anulado la ejecución, pero no nos metieron en capilla, aunque pasamos toda la noche sin dormir.

Cada uno en su cárcel, seguimos en comunicación. Como no nos íbamos a ver en unos años, seguimos carteándonos. El escribió a mi madre y a mi familia, la suya me visitaba a mí durante los cuatro años que estuve en Ventas. A Ángel le mandaron una vez castigado a Guadalajara y mi madre fue a verle. Es decir, que ya había una relación familiar inclusive. Pero no nos veíamos nunca, entonces no había los vises a vises y esas cosas. Nos escribíamos, nos íbamos haciendo mayores escribiéndonos. Yo todavía conservo algunas de las cartas que están ya amarillas. Las que no se han perdido, que muchas desaparecieron en los cacheos. Algunas de ellas eran preciosas, cartas de mi marido que son realmente poemas. A partir de unos ciertos años, las cartas eran legales, pero también nos escribimos muchas clandestinas, sobre todo al principio, que sacaban los familiares en las visitas, o incluso alguna funcionaría, en paquetes en los que se escondían las cartas que no querías que censuraran, porque todas pasaban censura y yo he recibido cartas con renglones enteros tachados.

Ángel escribió a la dirección General de Prisiones diciendo que tenía a su mujer presa en Segovia, donde yo estaba entonces, y pidió permiso para escribirnos al director de la cárcel de Burgos, amparándose en que permitían una carta al mes de cárcel a cárcel, pero tenían que ser de madres a hijos, de esposo a esposa, de hermano a hermana, siempre entre familiares directos. Se lo dieron y ya nos escribíamos con regularidad y legalmente, aunque no dejábamos de escribirnos fuera de ese conducto. Yo escribía a su familia, que vivía en Burgos, y ellos se las pasaban, y al revés también, para poder escribirnos más, pero lo normal era una carta al mes. Había una funcionaría, que tenía mi misma edad o un poco menos, que me decía: Manoli, tiene usted carta de su marido, y ponía cara de boba, porque las cartas, que leía, le gustaban mucho y le parecían muy bonitas.

Una vez me castigaron sin correspondencia por una tontería, no me metieron en celdas, sino que me dejaron sin cartas, sin paquetes y sin comunicación porque discutí con una funcionaría, y la jefe de servicio, que era una mujer bastante buena, de izquierdas, me-, dijo que sentía mucho castigarme, pero que no podía enmendar la plana a la funcionaría a la que yo había contestado. Durante ese tiempo, cuando me llegaban las cartas de Ángel, que alguna me llegó en aquel mes, me llamaba a su despacho y me decía: Manolita tiene usted carta de su marido, yo me quedo con el sobre y le voy a dar la carta. Porque estaban enamoradas de ellas. Si, en serio, es que son poemas, decía. Y es que Ángel escribía muy bien.

Cuando le pusieron en libertad, que él salió un poco antes que yo, estaba presa en Alcalá de Henares y se armó un gran revuelo. Allí había voceadoras, que eran reclusas, y si había un telegrama no esperaban a dártelo a la hora del correo, sino que te lo daban inmediatamente, después de que lo leían, claro. Un día llegó una de ellas como loca llamándome y anunciándome que había llegado un telegrama para mí. Era de un sobrino de mamando que me decía: Ángel indultado, próximamente en libertad. Hay que ver el revuelo que se armó en la cárcel. Las monjas, las funcionadas y, naturalmente, las compañeras mías sobre todo. Todo el mundo tan contento diciendo que salía mi marido. A los tres días recibí otro telegrama directamente de Ángel en el que me decía "ya soy libre".

Inmediatamente que salió en libertad fue a verme a Alcalá. Yo ya tenía cuarenta años, no los veintidós de cuando él me conoció en el juicio, y no me había visto desde entonces, excepto por alguna foto que nos hacíamos el día de la Merced. Yo no sabía qué hacer ni que ponerme, las compañeras me dejaron una blusita blanca para que me la pusiera debajo de la bata que llevábamos. No podía ser nada más que blanca, porque nos estaban prohibidas las de colorines, pero así, por lo menos, me saldría un poco de blanco por encima del cuello de la bata. De lo que no había forma era de pintarnos, porque no teníamos pintura ni nada, y el pelo lo tenía mal cortado, que me lo arreglaba alguna reclusa; primero había tenido trenzas, pero luego tuve que cortármelas porque se me caía mucho el pelo. Y los nervios. Y ya cuando me llaman: Manolita del Arco, a comunicar. Entré al locutorio y detrás de mi estaban todas mis compañeras, unas quince que debíamos quedar en aquella época, todas llorando. Y la funcionaría que apuntaba para comunicar, que era un bicho venenoso, ¡pero qué elegante estás!, decía, he visto a su marido; porque todas estaban convencidas que era mi marido, aunque aún no lo era- y que elegante va. A pesar de las fotos casi no le reconocí. Tenía el pelo blanco, porque encaneció muy joven. Pero yo ni sabía cómo hablaba. Sólo le había visto el día del juicio y ya habían pasado dieciocho años. Cuando salí nos fuimos enseguida a vivir a casa de una tía mía y a los siete días ya estábamos casados.

Manolita del Arco





Después de haber estado preso en Alicante, donde me pilló el final de la guerra, y en Elche me trasladaron a Aranjuez, al convento de San Pascual, que hacía un frío que pelaba y para lavarnos teníamos que romper el hielo del río al que nos llevaban. Muchos no lo  hacían, pero yo sí. A los pocos días de llegar me llamaron a declarar por primera vez. Yo estaba temblando, porque en aquella época lo menos que podía uno esperar es que le fusilaran, pero en cuanto comenzó el interrogatorio me di cuenta que no tenían ni idea de lo que había hecho. El juez comenzó por afirmar que yo había sido capitán, lo que era mentira, porque lo que había sido era comisario; así que les contesté que sólo había sido soldado, conductor de una plataforma para transportar tanques. Luego me acusó de ser uno de los que había llevado a José Antonio de Madrid a Alicante y de haber ido a la casa de Millán Astray a sacar a sus hermanas. Yo creo que acusaban de aquello a todos, por lo que el pelotón de fusilamiento de José Antonio debía tener miles de soldados, pero como ninguna de las dos cosas eran ciertas pude salir bastante bien del embrollo, siempre agarrándome a que sólo había sido soldado y que no sabía nada de nada. Ya no me volvieron a interrogar hasta que me trasladaron a la cárcel de Porlier, pero no consiguieron imputarme nada, pese a lo que me tiré cuatro años encerrado.

En Porlier, el Partido estaba muy bien organizado. Había un maestro de Vera, que se llamaba Franco y que luego tendría un puesto de venta de libros viejos en el Rastro, al que yo acudía para que me pasara algunos libros clandestinos, que nos enseñaba gramática. Otro camarada, Eliodoro, que luego vivió en mi mismo barrio y tuvo una lechería, daba clases de polémica, como otros las daban de geografía, historia o cuentas. El responsable del Partido en la cárcel era Antonio García Buendía, que ya en la calle siguió siendo después mi enlace hasta que tuvo que salir pitando porque le seguían y me quedé descolgado. Estando en Porlier se expulsó del Partido a Germán Alonso, un anarquista que en la guerra se pasó al PC y que era muy extremista y criticaba todo lo que se hacía. A mí y a otros camaradas, como Horacio Valencia y unos chicos que creo que eran de Colmenar de Oreja y de Chinchón, quiso apartarnos del Partido, pero nosotros le dijimos que no, que seguíamos donde estábamos.

Antonio Gómez Marín





El 25 de febrero de 1941 nos detuvieron a 55 camaradas en Barcelona. Nos llevaron a una comisaria que había en la diagonal y aquello fue de miedo, pues allí mataron al responsable del grupo, que se llamaba Matos de nombre de guerra, porque su nombre de verdad era Julio. Allí nos tuvieron casi quince días o más con unas torturas, unos insultos y unas palizas de miedo. Julio estaba medio loco de las palizas que le habían dado y en la mesa donde le estaban torturando había un casquillo de bomba. El no pensó que era un casquillo, sino una bomba. La cogió y se la tiró a los policías, pero aquello no estallo ni nada; claro, intentó marcharse y al ir a salir le dispararon y a rastras lo llevaron para arriba, rematándole en comisaría.

Al cabo de unos días hicieron un expediente de cada una y nos llevaron a la cárcel. A las mujeres a la de Las Corts, que ya no existe, en la que estuve siete años. Nos cogieron en febrero del 40, en el 41 nos juzgaron y salieron seis penas de muerte. Nos llevaron a juicio esposados, sin dejar pasar a la familia para vernos. En la otra acera del Gobierno Militar había muchísima gente, porque fue la primera caída organizada del PSUC y se había corrido la voz entre los camaradas y simpatizantes. Nos acusaban de hechos posteriores a la guerra civil, por lo que nos juzgó el tribunal contra la masonería y el comunismo, que el nuestro fue el primer juicio que hizo ese tribunal. A los cuatro días conmutaron cuatro de seis penas de muerte y las otras dos las ejecutaron en mayo del 41. El resto de las condenas eran de cadena perpetua, treinta años, veinte, doce y un día. A mí me cayeron doce y un día, pero tanto por vía de indulto como por redención por el trabajo, que yo cantaba en el coro y eso me sirvió, se me redujeron a siete.

Siete años sin movemos de allí, sin traslados, porque la familia tenía así más posibilidades de venir a vernos. Juntábamos los paquetes que nos traían a unas y a otras y así íbamos comiendo, porque el rancho era infernal, algo que no podía ni comerse, aunque al principio le hacíamos ascos, pero luego terminamos por acostumbrarnos, porque no había otra cosa. En aquellos años vi muchas enfermedades, los niños llenos de granos, de pupas, mucha miseria, mucho bicho, porque eso había sido un convento, no una escuela de niños ricos, y había mucha madera, muchos armarios de madera con chinches, con pulgas, algo que no se puede imaginar. Era un edificio en el que hubieran podido estar trescientas o cuatrocientas personas, pero llegamos a ser cinco mil.

Dentro de la prisión tuvimos mucha actividad. Nos juntábamos los grupos que éramos más afines y hacíamos, dentro de la disciplina de la cárcel, todo lo que podíamos. Era tremendo cuando alguna salía a comunicar y regresaba dando gritos porque le habían fusilado el marido, o el hermano, o los hijos. Algo tremendo.

Entre los trabajos estaba el de mantener la moral de la gente que llegaba, que venía muy desmoralizada, porque habían pasado las mil y una en sus pueblos: les habían cortado el pelo, les habían dado aceite de ricino, y así les habían puesto a barrer las calles. Venían desechas.

El contacto con mi hija y con la familia lo mantenía a través de la comunicación que teníamos cada semana. La niña fue creciendo y cuando salí tenía ya siete años. A visitarme la llevaba mi madre, pero era un problema, porque tenía que ir a fregar a las casas y no podía llevarla con ella. Una de las veces que vino me dijo: Isabel, yo no puedo, ¿dónde voy con la niña? ¿cómo voy a ganarme el sustento para ella y para ti? Entonces yo dije, bueno, pues déjame la niña aquí. Pero dio la casualidad de que el día que ella vino a traérmela salieron las madres con los hijos llenos de pupas, con lo que decidió quedársela de todas maneras al ver que la niña lo iba a pasar muy mal dentro. Mi madre pasó lo suyo esos años, porque mis hermanos estaban en campos de concentración y, mi marido huido, que cuando volvió a Barcelona y conoció a la niña ya tenía dos años. Aunque se puso a trabajar ganaba muy poco, por lo que vivían pasando las mil miserias.

Al salir de la cárcel en el 47 la situación era tremenda, porque aquí en el barrio, el mismo en el que vivo hoy, nos miraban así como con temor; no por nada, sino porque no se podía hablar con nadie claramente. Además, todos sabían que habían ido a detener a mi madre cuando mis hermanos y yo ya estábamos encerrados. A mi madre la salvó una vecina, que les dijo: por favor, qué vais a hacer con esta mujer, qué culpa tiene ella de que a sus hijos les haya pasado lo que les ha pasado, y la dejaron. Las cosas estaban muy mal, con todo aquello del racionamiento, la mala comida, las dificultades para encontrar trabajo. Fui a la fábrica en la que había estado anteriormente y me dijeron que no, que estaba todo completo, pero yo conocía al encargado que había en mi sección, una persona que me había tomado bastante cariño, y me dirigí a su casa planteándole la situación en la que me encontraba y la necesidad que teníamos en casa de ganar dinero. Me dijo que volviera otro día, que vería lo que podía hacer, y a los cuatro o cinco días me llamó y entré a trabajar en la misma fábrica. Estando allí me detuvieron otras tres veces más. La primera en la huelga de tranvías del año 51, otra porque no me presenté al salir de la cárcel, que me declararon en busca y captura hasta que me detuvieron, y luego por cualquier cosa que pasara en la cárcel, que aunque yo no participara, como estaba fichada, era la responsable. Tres veces más estuve en la cárcel después de salir de aquellos siete años.
Isabel Vicente





Los dibujos que se reproducen son de José Robledano (1884/1974). Robledano fue el introductor en España del cómic contemporáneo, incluyendo por primera vez globos de texto en las historietas dibujadas, que hasta entonces utilizaban exclusivamente las aleluyas, en su obra “El suero maravilloso”, publicada en 1910. El dirigente comunista Miguel Núñez, que le conoció en la cárcel madrileña de Atocha, dejó escrito en sus memorias (“La revolución y el deseo”. Península, 2002):

Quizás los mejores testimonios, los más realistas, los que pueden dar una idea más acabada de lo que fue aquello, son los impresionantes dibujos de José Robledano, que, afortunadamente, se han conservado. Este pintor y dibujante nació en Madrid en 1884. Aventajado alumno de la Escuela de Bellas Artes, compartió los estudios con pintores famosos. Colaboró en la revista Arte y Sport, con artistas como Pablo Ruiz Picasso y Juan Gris. Dejó también su huella en Nuevo Mundo, La Esfera, Mundo Gráfico, Blanco y Negro, El Imparcial, El Sol, La Voz, El Socialista, Crisol o Claridad. De 1927 a 1936 se afirma con su arte como un demócrata de pura cepa. En El Socialista dio vida al entrañable personaje de «el señor Cayetano», un madrileño castizo, bonachón y republicano. Al producirse la sublevación franquista, se lanza a una actividad intensa y combate con su arte en la defensa de la República.

La dictadura le hizo pagar cara su entrega a las ideas de libertad y democracia. Fue condenado a muerte, pena conmutada por treinta años de prisión. Recorrió el calvario de las cárceles de Atocha, donde yo le conocí, Porlier, Valnoceda y Vigo, entre otras. Durante su cautiverio, con los medios más rudimentarios, creó más de un centenar de dibujos, que consiguió sacar a la calle y que hoy constituyen un reflejo insuperable de aquella realidad. Son documentos valiosos que merece la pena que abran estas páginas sobre las prisiones franquistas. Sin sus dibujos, ¿cómo imaginar esas galerías, con su increíble alfombra de cuerpos humanos hacinados?, ¿cómo hacerse idea de las colas para recoger la bazofia del rancho?, ¿cómo representarse los patios atestados de presos, los innumerables objetos diversos colgados de las paredes, las posturas, los rostros de los presos? Cuando estaba prohibido tomar fotografías del interior de las cárceles, los dibujos de Robledano nos permiten recrear, al menos en parte, aquella trágica situación”.

En la actualidad, la práctica totalidad de su obra se encuentra depositada en la Biblioteca Nacional.

















No hay comentarios:

Publicar un comentario