lunes, 5 de agosto de 2013

El jazz también importa. Reseñas. 1980






Una de las cosas buenas de trabajar en medios que sólo cuentan con una persona por tema, la música, por ejemplo, es que te puedes meter en camisas de once varas sin miedo a manchar con tu presencia inexperta el terreno de nadie. La especialización, en música, por ejemplo, es una condena que cae sobre los periodistas, que se ven obligados a reducir su espacio de interés, dejando fuera todo aquello que no remita a su especialidad. Por eso, cuando he tenido ocasión no me he cortado de afrontar géneros que me apasionan pero que siempre me han quedado lejos como comentaristas, estando, como estaban, en manos de maestros. Siempre me ha gustado el jazz, pese a lo que he escrito poco sobre él, dejo aquí unas cuantas reseñas, que no críticas, sobre algunos discos que pude promocionar y difundir, correspondientes a mi estancia en Canarias y publicadas en los periódicos El Eco de Canarias y El Diario de Las Palmas, así como en el semanario El Independiente. Para iniciarlo incluyo el prólogo que me pidió Rafael Hernandez, viejo y querido amigo, para un libro de poemas que pensaba publicar y en el que el jazz era tema principal.





Aquella música negra que nos llenó de color
(Prólogo a un libro de poemas de Rafael Hernández)


 “¡Ay, Harlem! ¡Ay, Harlem! ¡Ay, Harlem!
No hay angustia comparable a tus rojos oprimidos”
Federico García Lorca, “Oda al rey de Harlem”


Ante estos poemas de Rafael Hernández cabe preguntarse ¿qué significó el descubrimiento del jazz para tantos jóvenes de aquella España tenebrosa y gris del franquismo? Tardes y noches en Whisky Jazz o en Bourbon Street. Peregrinos a la penumbra de las velas en busca de Lou Bennett, aquel negro con perilla que aterrizó en Madrid para asombrarnos con su prodigioso juego de pies sobre los bajos del Hammond. Aventureros de la imaginación con Jacques Loussier, descubriendo juntos que Bach también tenía feeling. Asombrados parteros del jazz patrio, solidarios con el lamento de los saxos de Pedro Iturralde o Vlady Bass. O del piano de Tete, el catalán que, ciego, nunca pudo contemplar su blanca piel y quizás por eso tocó siempre como un negro. Buscadores de oro en las secciones musicales de las tiendas de electrodomésticos, donde entre la morralla del momento se podría descubrir el brillo del “Bird” de Charlie Parker, el “Vertiginoso” de Dizzy Gillespies o el “Round Midnigth” de Miles Davis.

Porque el jazz fue una música negra que nos llenó la vida de colores. Con ella --y con el folk de Seeger o Guthrie-- aprendimos que había otra USA distinta a la de Eisenhower, Kissinger o Nixon. También allí la América de la rabia y de la idea. El grito de un pueblo oprimido con el que no resultaba difícil identificarse desde el otro lado del océano. Y cosas más profundas.

El jazz es la música de la libertad y el entendimiento, que pese a sus “solos” no es de solitarios, sino de solidarios. El saxo suelta su improvisación impulsado por el colchón armónico que le prestan sus compañeros. El piano toma el relevo y se lo pasa al contrabajo, que acaba en brazos del batería en un diálogo permanente que conduce al final colectivo de todo el grupo. Y de libertad, entendimiento y solidaridad sabe mucho Rafael Hernández, que por entregarse a ellas hubo de sufrir represión y cárceles, aunque también le valieran amistades y pasiones para toda la vida. En sus poemas, que a veces se rompen en ritmos jazzeros, late la pasión de momentos irrepetibles, de querencias profundas que le han marcado con el sello indeleble de la verdad. Bajo esas imágenes casi documentales que pueblan sus versos (el tintineo de los vasos, el Chrysler negro que igual pasea por la Calle 44 que por la Castellana, la risa distraída del limpiabotas Jimmy), late el pulso de una pasión que, ya lo dice él, nos creció como “un abrazo múltiple y gozoso”.


































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