sábado, 24 de agosto de 2013









El fin de la esperanza

La guerra civil española ha permanecido en los libros de historia y en la memoria de quienes la vivieron o fueron sus contemporáneos como una batalla por la libertad, una contienda sangrienta y dolorosa, pero también esperanzada, que adelantó lo que iba a ser del mundo en los años siguientes.

En el recuerdo han quedado, y también en las bibliotecas, hemerotecas y filmotecas, nombres de lugares y personas que simbolizaron entonces, y aún hoy lo siguen simbolizando, el paradigma de la dignidad humana para quienes pensamos que la estatura del hombre se mide por su capacidad de sacrificio y entrega a la causa de un mundo más habitable, solidario y justo. Todo ello sin hacer abstracción u olvido de los acontecimientos más crueles y desdichados que toda guerra, más si es civil, lleva consigo: excesos, venganzas, muertes.

No es casualidad que el grito de ¡No pasarán! que ha permanecido como consigna liberadora en todas las luchas contra el fascismo y la reacción que en el Mundo han sido desde esa fecha hasta hoy sea el que lanzó Pasionaria un día después de la sublevación desde los micrófonos de la radio del Ministerio de Gobernación para galvanizar a los defensores de la República, y no el que dio el Mariscal Petain en 1916 para arengar a los soldados franceses qué luchaban en Verdún, que le antecedió en la cronología pero no en la fama.

No vamos a dar aquí un rimero de lugares y fechas que marcan el progresivo hundimiento de la democracia en España y el avance de la dictadura, para ello hay libros de historia a disposición de cualquier curioso. Tampoco haremos un diagnóstico de las causas y motivos que propiciaron el triunfo de los sublevados sobre los leales. Sin embargo, si se deben destacar, aunque sea de forma somera, algunos rasgos fundamentales del por qué de aquella derrota.

La sublevación del 18 de julio de 1936 fue, sin paliativos, una rebelión militar contra el poder legalmente constituido, dirigida por generales y oficiales de alta graduación y promovida por el clero más cerril, la burguesía mas analfabeta y el caciquismo más reaccionario. Pero no todos los militares secundaron el alzamiento, también los hubo que permanecieron fieles al juramento que habían dado a la República, lucharon por ella y aún pagaron con la vida su fidelidad: Hasta dieciséis generales fueron fusilados por sus compañeros alzados por no sumarse a la rebelión. Con razón afirmó el ex-ministro de la República Antonio Alonso Baño que "nunca jamás se había vertido tanta sangre de jefes militares de alta graduación", para concluir que "los primeros defensores de la República, las primeras víctimas del alzamiento del 18 de julio de 2936, no fueron los gobernadores civiles, ni los alcaldes, ni los diputados a Cortes, ni los miembros de los partidos políticos de izquierda o de los sindicatos obreros, sino los generales con mando en el Ejército"[1].

El cierre de la frontera francesa el 8 de agosto de 1936, a menos de un mes del estallido de la guerra, dio comienzo a la política de No Intervención de las potencias europeas, por la que se impedía la venta de armas a los contendientes. Promovida por los gobiernos de Francia y Gran Bretaña, del Frente Popular el primero y conservador el segundo, esta política resultó nociva para las fuerzas republicanas y criminal para el pueblo español. Aparte de que cualquier democracia debería haber sabido distinguir entre un gobierno legalmente constituido y unos militares sublevados, los acuerdos del Comité de la No Intervención se aplicaron de distinta manera a cada uno de los bandos. Ciertamente, tanto Alemania e Italia como la URSS enviaron armas, material bélico y otros tipos de ayuda a sublevados y republicanos, respectivamente, pero en diferente cantidad y condiciones. El Fuhrer, por el mar del norte y el cantábrico, y Mussolini desde Italia a los puertos andaluces, ambos dictadores mandaron apoyo militar de tropas y materiales a Franco en cantidades muy superiores, según reconocen los historiadores, a las enviadas por URSS a la República. Entender los motivos por los que las democracias europeas, Alemania, Italia y la URSS adoptaron las posturas que adoptaron frente al conflicto bélico español supondría destripar los entresijos políticos y las relaciones entre esos países en aquel momento histórico concreto, lo que supera con mucho el ámbito de estas líneas. Baste, no obstante, señalar que no fueron ajenas las ansias de dominar el mundo que unos y otros se planteaban entonces.

En esta situación, los partidos republicanos, enfrentados unos con otros, no llegaron a unirse realmente en toda la contienda, debilitando las posibilidades defensivas de la República. Coincidentes únicamente en la necesidad de acabar con la sublevación, disentían en cambio en las formas de llevarla a cabo, en los objetivos prioritarios de la lucha y en las salidas políticas posteriores.

El PSOE, dividido en tres alas con diferentes perspectivas (los trifásicos, como los oí llamar en mi infancia): la de derechas, dirigida por Julián Besteiro; la centrista, encabezada por Indalecio Prieto; y la izquierdista, liderada por Francisco Largo Caballero, incapaces de dirigir la resistencia al golpe. Los partidos y demás organizaciones republicanas, paralizados ante el vendaval que se había desatado y temerosos de que aquello fuera la revolución. Los nacionalistas, condicionando su apoyo a la satisfacción de sus propios intereses. El PCE, excesivamente dependiente de las consignas de Moscú, desconfiando de socialistas y republicanos y enfrentándose a poumistas y anarquistas. Y estos últimos, siempre contra todos, aceptando a regañadientes su obligada participación en el gobierno, abominando de la disciplina y el Estado y convencidos de que la revolución se haría por decisión más o menos espontánea de las masas. No se trata de juzgarlos ahora, pues probablemente sus dirigentes hicieron lo mejor que pudieron y supieron, sino de señalar que fueron mejores sus militantes, y el pueblo en general, que las organizaciones que los representaron.

Pese a los puntos negros destacados en la introducción al capítulo anterior, se puede convenir que el balance de la actuación del PCE durante la guerra fue positivo. Una conclusión que no sólo viene avalada por simpatías políticas sino por el propio veredicto que entonces dictó el pueblo español. Los comunistas, que comenzaron la guerra con la escasa fuerza derivada de la pequeña implantación de un grupo claramente minoritario, con tan sólo dieciséis diputados en el Congreso, la acabaron liderando el ejército e influyendo decisivamente en el gobierno encabezado por Negrín. Sin duda algo debió pesar en ese ascenso el apoyo soviético, único país que estuvo al lado de la República con armas y bagajes, fueran cuales fueran los intereses de Stalin en el conflicto; pero algo debió ver también el pueblo del valor y entrega de los comunistas, de su capacidad de organización, de su disciplina, de la justeza de las posiciones que defendían.

Algunos de aquellos comunistas, hombres y mujeres, hablan en este capítulo de aquella derrota, de aquellos últimos momentos de libertad en Cataluña, Alicante y Madrid, puntos dramáticos donde se fue perdiendo, gota a gota, la guerra. Hay sin embargo un testimonio que no podían dar ellos; el de los dirigentes del PCE que en aquellos últimos días abandonaron España desde un pequeño aeropuerto en Monóvar, Alicante. Dolores Ibárruri recordaba así el comienzo de un exilio que duraría 38 años: "Doy todas mis cosas a las mujeres que trabajan en la casa. Mi vestido nuevo, mis zapatos sin estrenar, regalo de los camaradas madrileños, un pañuelo de seda recuerdo de las mujeres de Almadén. Una maravillosa edición de “La Barraca”, de Blasco Ibáñez, obsequio de Julio Just con afectuosa dedicatoria, la echo al juego. No quiero que caigan en manos enemigas, no quiero comprometer al donante.

"Llegamos al aeródromo de Monóvar, donde el camarada Hidalgo de Cisneros, que tenía reservados al servicio del Gobierno unos aviones pequeños, puso uno a nuestra disposición. El se quedaba allí todavía, hasta que saliese el Gobierno, hasta que saliese el grupo de militares y de dirigentes comunistas cuya salida había sido decidida.

"Un grupo de guerrilleros vino a despedirme.

"-¡Salud, camarada pasionaria! ¡Hasta pronto!

"Los abrace a todos. Para mí eran algo entrañable. Eran carnadas, amigos, hijos, de los que había que separarse. De muchos, para siempre. De otros, ¿hasta cuándo?

"Conmigo iban los camaradas Cátelas, Monzón, Moreno y el mecánico, un miembro del Partido. Cierra el mecánico la puerta del avión. Giran las hélices... Comienza a avanzar el aparato, por el último pedazo de tierra española que aún es libre"[2].

María Teresa León, que también estaba en Monóvar con su marido, Rafael Alberti, recordaba luego aquella derrota: "El fin de nuestra guerra fue tan espantoso como esas tragedias colectivas que luego ocupan su lugar en la escena. Pensad en los miles y miles de seres que se acercaron en Alicante hasta la orilla del mar convencidos de que llegarían los barcos por donde no llegaron nunca. Pensad en los suicidios de la desesperación. En la agonía de los que se tiraban al agita para alcanzar la lancha del barco inglés que llegó con la orden de no recoger más a los miembros de la Junta de Defensa de Madrid. ¿Y los otros? Gustavo Duran, coronel del cuerpo, se tiró al agua y agarró el borde de la lancha, gritando a los marineros tantas cosas en inglés, que consintieron recogerlo. ¿Y los otros? Comenzó por toda España la caza del hereje, del masón, del comunista, del soldado republicano, del que no estaba casado por la iglesia, del que leía libros prohibidos, del que expresaba su descontento hasta por escrito... ¿Cómo fiarse de esta gente que ha combatido a Dios?, decían las viejas. No servía ningún argumento. Dios únicamente está con Franco, le contestaron a una amiga mía que tenía sus hijos en ambos campos. Y es que el frenesí español no se parece a ningún otro"[3].




[1] Citado por Marcelino Lámelo Roa, “Asturias, octubre del 37: ¡El Cervera a la vista!” Edición del autor, Gijón, 1997.
[2]El único camino”.
[3]Memoria de la melancolía”.





Derrotas


Los barcos llegaron después de comer. AI principio creíamos que eran franceses y que nos llevarían a Oran, pero me asome a la orilla del muelle y vi que venían de Valencia. No jodas, decían algunos compañeros cuando les expliqué que eran fachas; pero a la hora o así vimos que pasaban desfilando por delante de nosotros cantando una canción italiana.

Desembarcaron, se hicieron cargo del puerto de Alicante y nos obligaron a formar a todo el mundo. Nos pusieron en fila y un soldado nacional me pidió el maletín (*) que había llevado durante toda la guerra; le dije que si ellos eran también ladrones y me lo quedé. Todavía lo conservo. Desde allí nos llevaron al Campo de los Almendros, que le llamaban, cerca de la ciudad. Estuvimos en él dos o tres noches y luego nos trasladaron a la plaza de toros. Lo primero que vimos al entrar en ella fue al cura. Se me calló el alma a los pies.

Un sargento con gafas, alto y delgado, que estaba acompañado por cuatro o cinco franquistas se encargaban de hacer la selección. A mí me mandó al patio de caballos, que es donde parece ser que metían a los que creían que habían sido mandos del ejército republicano. Aunque no dije a nadie que había sido comisario, se debieron oler algo, porque era un poco mayor que los demás, ya tenía treinta años, y además vestía un traje de cuero y llevaba el maletín.

En aquel patio debíamos ser unos trescientos. Lo primero que hicieron fue registrarnos. Tiré al suelo el reloj y la pluma que tenía y los pisoteé, porque no quería que se lo quedaran ellos. En el maletín guardaba una manta, que nos serviría después para taparnos durante las noches. Los primeros días no nos dieron nada de comer. Lesmes, un compañero que había estado conmigo en tanques, consiguió pasar al patio de caballos --él estaba con los soldados, en otro patio-- y me dijo que qué tal andábamos de comida. Nada de nada, le contesté, y entonces él me pidió que estuviese preparado, que me iban a traer algo para comer. Se marchó y al poco rato volvió con un trozo de jamón envuelto en un trapo, que le quitó a unos que les habían llevado un buen paquete de su pueblo, que estaba cerca. A Lesmes le seguí tratando cuando salí de la cárcel, en un bar que tenía cerca del Rastro; por cierto, que fue uno de los testigos qué luego me permitió cobrar la pensión que me dieron muerto Franco por haber sido comisario durante la guerra.

Aquel jamón nos vino muy bien, porque nos permitió comer durante unos días; a mí y a los dos compañeros con los que lo compartí, porque no podía repartirlo entre todos los que estábamos allí, ya que no hubiéramos tocado a nada. Eran un anarquista valenciano, Eliseo Martínez, y un capitán socialista extremeño, del que no -me acuerdo el nombre. Nos hicimos con una lata y por las noches, escondidos debajo de la manta, cortábamos un trozo con el filo y nos lo comíamos.

Un día se corrió la voz de que nos querían sacar a todos, meternos en un saco y tirarnos al mar, pero no lo hicieron. A los pocos días nos trasladaron a la cárcel de Alicante, que es donde fusilaron a José Antonio, y allí nos tuvieron un mes entero dándonos de comer un chusco para cinco o seis y dos sardinas en lata. Eso para todo el día. Un par de días antes de trasladarnos al fuerte de San Fernando nos pusieron lentejas para comer, que hacía un montón de tiempo que no catábamos, y les entraron a todos unas diarreas tremendas, que hasta se lo hacían allí, en medio de la nave. A mí no me hicieron daño, aunque después estuve cerca de quince días sin hacer de vientre. Por esas fechas un oficial viejo me quitó la manta en una formación.

Allí estuvimos bastante tiempo. El militar que mandaba era un teniente coronel del Tercio, Pimentel creo que se llamaba. El día que le relevaron del mando nos echó un discurso: Cuando me hice cargo de vosotros creí que me hacía cargo del detritus de España y ahora me voy convencido de que aquí dejo lo mejor de España, nos dijo.

A los legionarios les relevó el regimiento de infantería de San Quintín, que nos trataron todavía peor y nos daban una comida aún más mala y escasa. Como no teníamos duchas ni nada nos llenamos de miseria. Dormíamos vestidos, porque a la intemperie no podíamos desnudarnos. Al ver que había tanta miseria trajeron una cisterna con una ducha y pudimos lavarnos un poco, pero sólo eso y con un frío del demonio.

Después de San Juan del año 39 nos trasladaron al castillo de Santa Bárbara, en el mismo Alicante, donde estábamos en tiendas de campaña y la familia podía ir a vernos. Escribí entonces a mi madre, que me mandó un mono, una camisa y un pantalón de pana, y con eso ya pude cambiarme de ropa. A mí solo iba a visitarme mi madre muy de vez en cuando, porque estaba en Madrid y mis hermanas y hermanos no podían, pero a Elíseo Martínez, que era valenciano, le visitaba con frecuencia su mujer. El 23 de diciembre comunicó con nosotros y nos dijo que al día siguiente nos iba a traer un buen paquete, para que al menos la nochebuena comiéramos bien. Yo esperaba que también fuera mi madre, pero el 24 al amanecer nos levantaron y nos llevaron a la estación, nos metieron en un vagón de ganado y nos tuvieron todo el día sin desayunar, sin comer y sin cenar. Allí todos hacíamos nuestras cosas en el vagón, por lo que aquello era un asco.

A las tres de la madrugada el tren empezó a moverse. Cuando se paró miramos por las rendijas y estábamos en la estación de Elche, donde nos encerraron en una naves grandes, que lo único bueno que tenían es que el suelo era blando. Unos moros pusieron un puesto de dátiles y con cinco duros que me habían mandado de casa compré unos cuantos y nos los comimos entre los tres que andábamos siempre juntos. Es lo único que entró por nuestra boca aquel día tan señalado. Hasta que no escribimos a nuestras familias no supieron lo que nos había pasado, porque cuando llegaron a comunicar con el paquete les dijeron que no sabían dónde nos habían enviado y que se volvieran por donde había venido. Pensaron que podían habernos matado. Hay que ver que hijos de la gran chingada son, pensé en aquella ocasión, basta que sea nochebuena para que nos jodan más todavía. Desde entonces nunca me ha gustado celebrar esa fiesta.

(*) Este maletín es el que se ha utilizado para realizar las ilustraciones de cada capítulo.

Antonio Gómez Marín



Cuando se terminó la guerra, marchamos a Francia. El viaje fue tremendo. La noche que se perdió Barcelona estábamos en el local esperando a ver qué es lo que pasaba y fue cuando nos dijeron que entraban los fachas. Cogimos picos y nos fuimos a hacer fortificaciones a la Diagonal, que es por donde decían que llegaban. Estábamos en ello cuando les vimos acercarse, dejamos allí los cuatro picos y palas y nos marchamos, porque no podíamos hacerles frente. Yo fui primero a mi casa, a decirle a mi madre si se quería venir conmigo, que me marchaba de Barcelona, pero me dijo que no podía; además tenía a los otros hijos que estaban en el frente y ella no se veía con ánimos de ir por ahí dando tumbos.

Entonces nos fuimos a la barriada de San Andrés, todo lo que éramos la juventud y también gente del Partido más mayor, y desde allí seguimos retrocediendo hasta Vich, que fue donde lo pasamos peor. Allí el Partido era bastante fuerte y nos propusimos resistir, pero vino la aviación y en dos minutos aquello quedó raso. Seguimos hasta Figueras, donde permanecimos tres o cuatro días. Allí estuvieron concentradas las direcciones del Partido y de la JSU, pero vimos que no había solución, y unos camiones del Socorro Rojo francés nos llevaron a pasar la frontera.

Aquello fue terrible, porque mientras nosotros íbamos en aquellos camiones, que aunque destartalados, servían, veíamos como pasaban los aviones ametrallando a la gente que iba a pie, con maletas y bultos de ropa, hacia la frontera. Fue algo tremendo, algo terrible, algo que si no lo has visto piensas que no puede ser verdad: toda aquella gente que escapaba de Barcelona y de los pueblos, porque tenían miedo de lo que pasaba y de lo que les podía pasar si se quedaban, y la manera que los ametrallaban por el camino. Hubo muertes, lloros, algo fantástico que no se puede concebir si no se ha vivido.

Isabel Vicente


Poco antes de terminar la guerra, a comienzos de marzo del 39, estuvo en la escuela del comité provincial en la que yo era profesor, en la calle Eduardo Dato, que entonces era Paseo del Cisne, el secretario general del Partido en Madrid y habló muy claramente de la situación política. Nos dijo que la República había perdido la guerra, pero que se trataba de conseguir unas condiciones mínimas en las negociaciones que había con Franco a través de Inglaterra. Y el gobierno de Negrín pedía tres cosas: unas elecciones en el plazo de seis meses para que el pueblo dijera lo que quería; fuera de España todos los extranjeros, los de la Brigadas Internacionales ya habían salido el año anterior, aunque algunos se negaban a marcharse; y que no hubiera represalias y que el que quisiera pudiera salir al exterior. Eso se podía conseguir si la resistencia se mantenía. La guerra mundial estaba ya a la puerta, se sabía que era inevitable, y se trataba de que si la guerra mundial empezaba y seguíamos resistiendo la cosa podía cambiar radicalmente.

A los tres días de eso fue lo de la Junta de Casado. Yo había estado hablando con los camaradas de la escuela y por la mañana, cuando ya iba a bajar a desayunar, fue a verme un camarada y me dijo: ¿No sabes lo que ha pasado anoche? Pues se han sublevado el coronel Casado, Besteiro y algunos más y han creado una junta de defensa anoche. ¿Y os habéis acostado tan tranquilos? le dije, ¿Y qué íbamos a hacer? Pues cono, ver como les vamos a hacer frente. Eso era el 5 de marzo. Salí de allí y empecé a buscar por los locales del Partido. Todos estaban ocupados por los sublevados. En la escuela, como no había ningún signo externo no se había presentado nadie. Al fin encontré el medio de llegar al estado mayor del Partido, que estaba en Chamartín, porque en la casa del Comité Central se habían encerrado los camaradas que había en ese momento y luego escaparon por la alcantarilla.

Durante la primera semana viví toda una odisea. Fue un domingo por la noche cuando dieron el golpe y hablaron por la radio. Me detuvieron, estuvieron a punto de fusilarme, me escapé, me volvieron a detener al mediodía, me volví a escapar campo a través, llegué al Jarama sin saber por dónde cruzar, pero unos campesinos que vieron que iba huyendo me indicaron un puentecillo sin vigilancia que había un poco más arriba. Luego, en la carretera de Valencia, un poco más allá, me detuvieron de nuevo; allí estuve por la tarde, al caer el sol" conseguí escaparme por tercera vez, pero al entrar en Madrid, en la glorieta de Atocha me volvieron a detener. Me había hecho treinta kilómetros andando y sin comer.

Me metieron en el Hotel Nacional, que habían convertido en cárcel, y en la habitación donde me pusieron éramos cuatro, que dormíamos atravesado en la cama. Cuando me interrogaron hice una declaración que había preparado durante la noche. ¿Pero aquí que pasa? le digo al tío que me interroga, pero si yo estaba en casa de unos tíos, ahí en La Pobeda, en la orilla del Jarama, y el otro día me detuvieron cuando estaba cavando en un huertecillo que tienen y la documentación la he perdido. En realidad me la habían quitado en una de las detenciones anteriores. Total, que escribió lo que yo le dije, vi que doblaba las dos cuartillas y escribía NP. ¿Que será esto de NP? pensé. Quería decir No Peligroso. Dos o tres días después me llevaron a lo que hoy es el centro cultural Reina Sofía a prestar servicio de guardia, pero de guardia por dentro. Todavía no había acabado la guerra. Aproveché el momento y me escapé.

Volví a la escuela, que seguía intacta y vacía, pues los alumnos ya se habían marchado todos y las clases, claro está, no funcionaban, pero seguían allí los dos camaradas que estaban al frente de aquello y la cocinera. Dormí allí dos o tres días, o más, hasta la noche antes de entrar las tropas de Franco en Madrid. Tenía la intención de no marcharme, veía que todos decían que se iban a Valencia o a Alicante y yo le decía a Carmen, a la que había conocido en la Escuela y era ya mi mujer, que éramos los únicos que nos íbamos a quedar en Madrid. Y me quedé aquí, claro, para seguir trabajando. Yo estaba en contacto con lo que quedaba de la dirección clandestina del partido.

La noche anterior a que los franquistas entraran en Madrid todos sabíamos ya lo que iba a ocurrir. Yo fui con Carmen a una cita que teníamos en donde ahora está el Palacio de los Deportes, que era el solar en el que había estado la plaza de toros antigua, y allí me reuní con un camarada. Bajábamos luego por la calle de Alcalá y al llegar a la altura de Príncipe de Vergara subían los primeros camiones que vimos con tropas de Franco. Ya estaban aquí. Nos despedimos para vernos por la tarde, volví a la escuela y ya las dos o tres chicas que había allí trabajando se estaban preparando para marcharse. Recogí unos libros y me fui a casa de mi hermano. A los dos días, los bandos del ejército de ocupación firmados por el general Espinosa de los Monteros castigaban las reuniones con la pena de muerte. Luego salió otro bando ordenando a los jefes, oficiales y comisarios, y soldados también, del ejército de la República que se presentaran en los campo de fútbol: en el de Chamartín, en el del Metropolitano, que desapareció, en el de Vallecas, que entonces era del Nacional, y en otros sitios. Yo no me presenté, me fui con un camarada a casa de unos amigos suyos que estaban evacuados, y allí estuvimos los tres o cuatro días que tuvieron a la gente en los campos de fútbol, porque se lió a llover, de día y de noche, y la gente allí, como techo el cielo, comida apenas, y empezaron a darse casos de tifus y tuvieron que dejarles en libertad a los que habían podido localizar.

Después de aquello ya no volví a casa, pasé a vivir al domicilio de unos camaradas. El primero de mayo se presentó la policía, preguntando por el marido y luego por mí. Les conté un cuento, pero empezaron a registrar. Yo me resistía a ser detenido de esa manera; además, iba a llegar Carmen y también la detendrían, así que aproveché un descuido y me fui, cerré la puerta, me llevé las llaves y les deje allí. Y empecé a trabajar en la organización del Partido.

Simón Sánchez Montero


El 5 de marzo del 39 me acuerdo que habíamos ido a ver una obra de teatro que creo que ponían en el palacio de Bellas Artes y allí me dijeron que había una revuelta de las tropas fascistas en Cartagena, pero yo no le di gran importancia, porque no estaba en la parte secreta de lo que pasaba, así que me fui a dormir a casa. Al día siguiente me levanté para estar a las nueve de la mañana a las puertas del Partido en la calle Serrano. Eran las nueve menos cuarto y a la entrada me pararon dos señores que me pidieron la documentación y, claro, tenía veinte carnets: el de amigos de la Unión Soviética, el del Socorro Rojo Internacional, el de la UGT, el del Partido y no sé cuantos más. Me preguntaron qué era lo qué iba a hacer allí y yo les dije que trabajar; en ese momento me detuvieron y me llevaron a una comisaría que había en la misma calle Serrano.
En ella me encontré con una gran cantidad de gente conocida. Estábamos en una habitación todos apretados y no podíamos ni sentarnos de tantos como éramos, sobre todo mujeres, y es cuando empezamos a comentar que se había formado una junta de Casado. Había quien decía que era una junta para la defensa de Madrid, pero entonces, ¿por qué nos detenían a nosotros, que no habíamos hecho otra cosa que defender Madrid? Otro decía que no, que debía ser que iban en contra nuestra, los comunistas, pero tampoco lo entendíamos ¿Por qué iban a estar en nuestra contra? Ni yo ni nadie entendía nada de lo que pasaba.

Estuvimos allí un día y una noche sin sentarnos, porque no cabíamos, y a la mañana siguiente nos llevaron a un convento de los Salesianos que había por la calle de Atocha. Entonces nos enteramos ya mejor de lo que ocurría, porque nos mezclaron con hombres entre los que se encontraban camaradas conocidos, muchos de ellos que estaban en el ejército. Entre las mujeres estaba Angelita Santamaría, una camarada mucho mayor que yo que había trabajado con Dolores mucho tiempo, mujer de un alcalde de Chamberí al que yo quería mucho y que fusilaron: Agapito Santamaría, que había sido de la dirección del Partido en Madrid. A través de ellos nos enteramos que había sido un levantamiento contra los comunistas, avalado por algunos anarquistas y socialistas, al frente de los cuales estaban Casado, Besteiro y Mera, entre otros, como el padre de Carrillo, Wenceslao.

En las calles de Madrid estaban las fuerzas comunistas, que habían venido a impedir que la capital cayera en manos de los fascistas, luchando contra otros que hasta ayer mismo habían sido del mismo bando, que me parece que era lo peor que podía pasar. Yo no digo .que tenga odio a nadie, pero que sucediera aquello me pareció tremendo. En las calles paraban a la gente, le preguntaban que de quién era, y si decía que estaba con los comunistas le detenían. A una tía mía, que iba a verme a la cárcel de Ventas, donde nos trasladaron poco después, le preguntaban ¿usted de quién es? y ella contestaba: soy de ustedes, y así la dejaban tranquila.

La cárcel de Ventas estaba en la calle de Marqués de Mondejar y en ella estuve detenida veintiún días. Nos soltaron gracias a la intervención de la que estaba de jefe de servicios, una camarada que creo que murió Juego en Barcelona. A última hora del 27 de marzo nos pusieron en libertad y al día siguiente entraron los fascistas en Madrid, aunque aquella noche parecía que ya estaban allí, porque ya se empezaban a ver por las calles curas y monjas, que no se habían visto en toda la guerra, y, sobre todo, guardias civiles.

El día 28 regresé a casa de mis tíos, donde había vivido toda la vida, y encontré vecinos gritando ¡Ya somos libres! ¡Ya somos libres! Creo que nunca he llorado tanto en mi vida como aquel día.

Manolita del Arco













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