sábado, 22 de junio de 2013

HEROINAS TRANSPARENTES (3)







En tiempos tan indecentes como estos, cuando los modelos de vida y los ejemplos morales los establecen unos medios de comunicación vendidos al esto es lo que vende, no viene mal echar la vista atrás para recordar personas e historias que muestran otra forma de enfrentar la existencia.

A finales del siglo pasado intenté que algunas de esas vidas quedaran fijadas en un libro a través de las propias palabras de quienes las habían vivido, y me puse a hacer entrevistas con veteranos militantes que se habían dejado la piel en la pelea por un mundo mejor en años en los que esa lucha suponían mil sacrificios, entregas y esfuerzos que podían costar la libertad o incluso la propia vida. Aunque no se ha publicado (y seguramente acabará aquí colgado del cuello), el libro se terminó. Lo titulé “Comunistas”, porque no se puede huir de la familia, y en él están, en negro sobre blanco, de mi padre a Simón Sánchez Montero, de Tomasa Cuevas a Santiago Álvarez, de José Gros a Teresa Pámies, de la muerte de Cristino García hasta los 18 años de amor de cárcel a cárcel que vivieron Manolita del Arco y Ángel Martínez.

Manolita del Arco, que falleció en 2006, había nacido en Bilbao en el año 20, aunque fue educada en Madrid por unos tíos de ideas liberales y republicanas. El estallido de la guerra civil radicalizó sus ideas políticas, haciéndola ingresar en las Juventudes Socialistas Unificadas (JSU), en las que permaneció tras el final de la contienda realizando diversos trabajos clandestinos. En 1942, con 22 años, fue detenida en La Coruña, acusada de apoyo a la guerrilla, y trasladada a Madrid para ser juzgada. La noche anterior al juicio, todos los acusados, hombres y mujeres, fueron recluidos juntos en una misma celda…


Javi Larrauri . Retrato de Manolita del Arco,
perteneciente a la serie “Mujeres republicanas”


El año 42 me detuvieron en San Sebastián y no salí de la cárcel hasta el 60. Todavía no conocía a Ángel, aunque creo que le había visto una vez, en un viaje que hice a Madrid desde San Sebastián, cuando estaba allí clandestina, pero sólo fue un contacto; él me dio algo, yo le di algo y eso es todo lo que le había visto hasta que caí. No sabía ni como se llamaba.

Cuando me detuvieron y llegué a Gobernación, se enteraron los camaradas que estaban en Porlier. En Gobernación, encargada de la limpieza de los sótanos, había alguna mujer que era falangista, pero que tenía un hermano en la cárcel. y un día me preguntó que cómo me llamaba. Le pregunté que porque quería saberlo y me contestó que por curiosidad. Se lo dije, porque como ya estaba detenida no tenía importancia, y al cabo de unos cuantos días me echaron un papelito por debajo de la puerta. Era un papel de fumar. El que lo escribía era Ángel, no porque me conociera, que él tampoco se acordaba de que nos habíamos visto antes en aquella cita clandestina, sino porque debía tener algún tipo de responsabilidad en la cárcel y me decía que los camaradas de Porlier estaban muy preocupados por mi situación. También me comunicaban algunas cosas que la policía sabía de mí y estaban acumuladas en mi expediente, para que yo lo supiera y buscara una explicación para la defensa. Así que yo subía a declarar y me preguntaban cosas, algunas de las cuales sabía de que iban y otras no.


Cuando llegué a la cárcel de Ventas iban obreros a hacer pequeñas reparaciones de fontanería o de albañilería. Solían ser presos políticos que tenían condenas pequeñas, de cuatro o seis años, y siempre iban cargados de notas. A través de ellos Ángel empezó a comunicarse conmigo, preguntándome qué tal me había ido y diciéndome que utilizase el mismo conducto para comunicarles como me encontraba de salud y cosas de esas. Yo todavía no le conocía, pero ya sabía que se llamaba Ángel. Luego ya, cuando vino el juez a leemos los cargos, me enteré que él iba en el mismo expediente. Yo no conocía a ninguno del expediente, porque a mí me habían incluido ido en él debido a que los del mío ya estaban juzgados, que por cierto, mataron a la mayoría.

Fuimos a juicio y allí estaba Ángel, naturalmente. Yo soy Ángel Martínez, me dijo; que ni me acordaba de él, y venga a hablar y a hablar sobre las cosas del expediente. Nos juzgaron y a cinco mujeres nos condenaron a muerte y también a cuatro hombres, entre ellos Ángel, que luego sería mi marido. La noche anterior al juicio dormimos todos en las Salesas, a donde nos habían trasladado el día anterior.

Recuerdo que yo llevaba un traje blanco que me había hecho unas amigas y menos mal que algún familiar me había llevado una bata, porque sino cómo iba a dormir yo allí con el traje nuevo, que se podía arrugar y al día siguiente no me serviría para el juicio, al que queríamos ir todos de punta en blanco. Aquella noche, por medio de uno de los que iban a juzgar que tenía cierta influencia, pasaron mucha comida a los hombres, y le dijeron a la guardia que por qué no llevaban a las mujeres a su mismo calabozo para cenar juntos. Pasamos y cenamos con ellos y yo me senté junto a Ángel. Estuvimos cantando y cenando, igual comíamos un trozo de tortilla que un trozo de queso, y lo pasamos muy bien. Luego ya regresamos cada uno a nuestro calabozo y nos juzgaron al día siguiente. Nos condenaron a muerte.


Cuando nos llevaron de vuelta a las cárceles íbamos todos en el mismo camión. Primero dejaron a los hombres en Porlier y luego nos llevaron a nosotras a Ventas. Me acuerdo que Ángel me dio un abrazo muy fuerte y me dijo: bueno, Manoli, hasta muy pronto, hasta muy pronto. Nunca se me olvida aquello y se lo he recordado a menudo. Hasta muy pronto, decía, y tardamos dieciocho años en volver a vernos.

El era viudo, su mujer había muerto a finales del 38. Siguió escribiéndome de cárcel a cárcel y cada vez me decía que teníamos que normalizar nuestras relaciones. No se si porque las mujeres somos más desconfiadas o porque nos lo pensamos todo más, yo le contestaba que había que esperar un poco, que no sabíamos cuando íbamos a salir en libertad. Todo eso después de habernos conmutado la pena de muerte, que estuvimos cinco meses esperándola. Una espera horrorosa, que en el caso de mi marido fue especialmente dura, porque les llevaron a capilla con otros diecinueve y a las seis de la mañana llega el funcionario con una lista, la lee y a Ángel y a otro camarada no les cita. Oiga, que faltamos dos, dijeron, que estamos aquí y se ha olvidado usted de nosotros. Ustedes dos, contestó el funcionario, han sido conmutados, llegó la orden a las tres de la mañana. Pero tuvieron que esperar toda la noche pensando que aquella madrugada les fusilaban. Nosotras no; a nosotras nos comunicaron al día siguiente que se había anulado la ejecución, pero no nos metieron en capilla, aunque pasamos toda la noche sin dormir.


Cada uno en su cárcel, seguimos en comunicación. Como no nos íbamos a ver en unos años, seguimos carteándonos. El escribió a mi madre y a mi familia, la suya me visitaba a mí durante los cuatro años que estuve en Ventas. A Ángel le mandaron una vez castigado a Guadalajara y mi madre fue a verle. Es decir, que ya había una relación familiar inclusive. Pero no nos veíamos nunca, entonces no había los vises a vises y esas cosas. Nos escribíamos, nos íbamos haciendo mayores escribiéndonos. Yo todavía conservo algunas de las cartas que están ya amarillas. Las que no se han perdido, que muchas desaparecieron en los cacheos. Algunas de ellas eran preciosas, cartas de mi marido que son realmente poemas. A partir de unos ciertos años, las cartas eran legales, pego también nos escribimos muchas clandestinas, sobre todo al principio, que sacaban los familiares en las visitas, o incluso alguna funcionaría, en paquetes en los que se escondían las cartas que no querías que censuraran, porque todas pasaban censura y yo he recibido cartas con renglones enteros tachados.

Ángel escribió a la dirección General de Prisiones diciendo que tenía a su mujer presa en Segovia, donde yo estaba entonces, y pidió permiso para escribirnos al director de la cárcel de Burgos, amparándose en que permitían una carta al mes de cárcel a cárcel, pero tenían que ser de madres a hijos, de esposo a esposa, de hermano a hermana, siempre entre familiares directos. Se lo dieron y ya nos escribíamos con regularidad y legalmente, aunque no dejábamos de escribirnos fuera de ese conducto. Yo escribía a su familia, que vivía en Burgos, y ellos se las pasaban, y al revés también, para poder escribirnos más, pero lo normal era una carta al mes. Había una funcionaría, que tenía mi misma edad o un poco menos, que me decía: Manoli, tiene usted carta de su marido, y ponía cara de boba, porque las cartas, que leía, le gustaban mucho y le parecían muy bonitas.


Una vez me castigaron sin correspondencia por una tontería. No me metieron en celdas, sino que me dejaron sin cartas, sin paquetes y sin comunicación porque discutí con una funcionaría, y la jefe de servicio, que era una mujer bastante buena, de izquierdas, me dijo que sentía mucho castigarme, pero que no podía enmendar la plana a la funcionaría a la que yo había contestado. Durante ese tiempo, cuando me llegaban las cartas de Ángel, que alguna me llegó en aquel mes, me llamaba a su despacho y me decía: Manolita tiene usted carta de su marido, yo me quedo con el sobre y le voy a dar la carta. Porque estaban enamoradas de ellas. Si, en serio, es que son poemas, decía. Y es que Ángel escribía bien.

Cuando le pusieron en libertad, que él salió un poco antes que yo, estaba presa en Alcalá de Henares y se armó un gran revuelo. Allí había voceadoras, que eran reclusas, y si había un telegrama no esperaban a dártelo a la hora del correo, sino que te lo daban inmediatamente, después de que lo leían, claro. Un día llegó una de ellas como loca llamándome y anunciándome que había llegado un telegrama para mí. Era de un sobrino de mi marido que me decía: Ángel indultado, próximamente en libertad. Hay que ver el revuelo que se armó en la cárcel. Las monjas, las funcionarías y, naturalmente, las compañeras mías sobre todo. Todo el mundo tan contento diciendo que salía mi marido. A los tres días recibí otro telegrama directamente de Ángel en el que me decía "ya soy libre".


Inmediatamente que salió en libertad fue a verme a Alcalá. Yo ya tenía cuarenta años, no los veintidós de cuando él me conoció en el juicio, y no me había visto desde entonces, excepto por alguna foto que nos hacíamos el día de la Merced. Yo no sabía que hacer ni que ponerme, las compañeras me dejaron una blusita blanca para que me la pusiera debajo de la bata que llevábamos. No podía ser nada más que blanca, porque nos estaban prohibidas las de colorines, pero así, por lo menos, me saldría un poco de blanco por encima del cuello de la bata. De lo que no había forma era de pintarnos, porque no teníamos pintura ni nada, y el pelo lo tenía mal cortado, que me lo arreglaba alguna reclusa; primero había tenido trenzas, pero luego tuve que cortármelas porque se me caía mucho el pelo. Y los nervios. Y ya cuando me llaman: Manolita del Arco, a comunicar.

Entré al locutorio y detrás de mi estaban todas mis compañeras, unas quince que debíamos quedar en aquella época, todas llorando. Y la funcionaría que apuntaba para comunicar, que era un bicho venenoso, ¡pero que elegante estás!, decía, he visto a su marido -porque todas estaban convencidas que era mi marido, aunque aún no lo era- y que elegante va. A pesar de las fotos casi no le reconocí. Tenía el pelo blanco, porque encaneció muy joven. Pero yo ni sabía cómo hablaba. Sólo le había visto el día del juicio y ya habían pasado dieciocho años. Cuando salí nos fuimos enseguida a vivir a casa de una tía mía y a los siete días ya estábamos casados.

Menos de tres años después de salir de la cárcel, en la que habíamos pasado dieciocho años, detuvieron a Ángel de nuevo. Nuestro hijo tenía dieciséis meses. El salió en abril del 60 y le detuvieron el día 20 de enero del 63 y tuvimos que volver a las cartas. Yo le escribía todos los días y él me escribía una vez a la semana, que era lo que le autorizaban. Estuvo otros siete años encerrado.

Entonces tuve que vivir algo que he comentado muchas veces, que fue estar a la puerta de la cárcel, más aun sabiendo lo que sucede dentro, como era mi caso. En la cárcel te castigan un montón de veces por lo que sea. Recuerdo que una vez, al principio de estar yo en la cárcel, me llamaron a comunicar porque había llegado mi madre, y una funcionaría, que era tan mala que le llamábamos la Drácula, me paró, ¡Quieta! me dijo, porque iba corriendo. Mi madre no me pudo ver aquel día. Aquella funcionaría me castigó por lo menos quince días a fregar las galerías, de rodillas, porque entonces no había fregona. Sólo por correr al ir a comunicar.

Cuando después estuve en la puerta de la cárcel de Burgos para ver a mi marido y nos han dicho que no salían a comunicar porque estaban castigados, era una angustia horrorosa. Yo, que sabía lo que era la cárcel, tenía menos angustia, porque sabía lo que es la sicología del preso, que sabe que la causa por la que está castigado es una causa injusta, pero que sin embargo él, como tal preso, se ha portado justamente, en ese momento tú estás tranquilo y están bien y estás hasta contenta. Estando preso te preocupa la familia, pero hasta cierto punto, porque crees que todo se acaba cuando se marcha, pero no, la familia está ahí.

Estar a la puerta de la cárcel también es muy duro. El funcionario o funcionaría te suele tratar a patadas, vas con los niños y tienes que estar con en brazos, con el paquete en la otra mano y sin que te hagan ni lindo caso. Los funcionarios, en vez de decir: que vayan pasando y den los paquetes para que luego pasen a comunicar, te tienen allí en la calle con el tiempo que haga, con sol o lloviendo a cántaros. Recuerdo que en la puerta de Burgos se me helaba toda la cara y no podía ni hablar, aunque fuese muy abrigada, y a mi hijo la de veces que le he tenido que llevar en brazos aunque tuviese ya cuatro años, para que no se helase por el camino, que había que andar un kilómetro desde el autobús hasta la cárcel, porque nosotros no teníamos ni coche ni nada, claro. Y estás allí en la puerta para que te digan que ese día, un día de la Merced , por ejemplo, los niños no podían pasar, después de haberles llevado de Madrid a Burgos para que estuvieran un rato con sus padres.

Pero ese día los niños no pasaron, porque los presos habían dicho que los niños no pasaran, ya que habían castigado a dos compañeros, que estaban luchando por no ir a misa, para conseguir que desapareciera del reglamento la clausula que obligaba a ir a misa a todos los presos. Como pensaban que para el día de la Merced les levantarían el castigo, porque ese día solían levantar los castigos, y ese año no lo habían hecho, los presos dijeron que como no salían de celdas esos dos camaradas ellos no recibían a sus hijos.

A todo esto, la puerta del penal estaba llena de madres con niños. Yo tenía uno, pero había camaradas que tenían tres o cuatro. Allí, a la puerta de la cárcel, preguntando los niños que cuándo iban a entrar a ver a papá, y una diciéndoles que no, que ese día no entraban. El funcionario de prisiones me llamó. Era bastante mala persona pero a mí me tenía bastante respeto, pues aunque me había enfrentado con él varias veces, le hablaba con bastante diplomacia y me respetaba. Yo estaba allí con todo el grupo de mujeres enfrente del penal, y me llamó. Llegué a la ventanilla de paquetes y me dijo que mi marido había dicho que pasara al niño. Le pregunté ¿mi marido ha dicho que pase el niño? Sí, sí, ha dado recado de que pase al niño. Pues dígale a mi marido que el niño no pasa. Pero bueno, señora, es que su marido quiere ver al niño y si él dice que le pase tiene usted que pasarle. Dije: sí, pero como resulta que el hijo está conmigo en este momento no pasa, dígale usted a mi marido que el niño no pasa, a menos que dejen pasar a todos los niños que están aquí con el mío, o que salga él mismo a buscarle aquí a la calle. Yo sabía que era mentira, porque Ángel no dice que pase el niño si han tomado la decisión contraria. Lo que sucedió es que el funcionario quería ver si así rompía la unidad que teníamos, tanto las mujeres de los presos como los presos mismos. Además, que salvajada, que yo pasara a mi niño mientras el resto de las madres no podían.

Se ha hablado mucho de los que hemos estado presos, pero poco de los familiares que esperan en la puerta. Las que más han ido a las puertas de las cárceles han sido las mujeres: hermanas, esposas, madres. En muchos casos porque los hombres eran los que estaban dentro; en otros , porque aunque no fuera el marido, sino el hijo o el hermano, el hombre de la casa, el padre, es el que trabajaba y no podía dejar el trabajo. El caso es que la que iba siempre a la puerta de la cárcel y tenía que aguantar los malos humores del funcionario, a veces hasta el mal humor del familiar que salía a verla, las horas de espera a la puerta de las cárceles, que son a veces interminables, para que luego llegues y te digan que está castigado. O como sucedió en muchos casos, sobre todo en los primeros dos o tres años de la terminación de la guerra, que llegara una mujer a la cárcel, preguntara por fulano de tal para verle y le dieran el petate del hijo o el marido o el hermano, que le han fusilado esa mañana.


Las mujeres fueron las que estuvieron siempre al pie del cañón, sin desfallecer nunca, únicamente con el sufrimiento de saber qué les pasaría dentro y qué no les pasaría, que quisieran llevarles más de lo que llevan y no pueden porque económicamente no se lo permiten sus circunstancias, y que quisieran, claro está, sacarle a través de las rejas y que tampoco pueden. La impotencia por un lado y la angustia por otro, y que, además, es una vida tronchada, porque hay esposas que han estado a la puerta de la cárcel muchos años. Yo tengo una amiga, que el marido está ahora muy enfermo, muy enfermo, ya con ochenta años, que entre las dos etapas que él estuvo preso ha pasado veinticuatro años a la puerta de la cárcel esperándole. ¿Qué juventud ha tenido esta mujer? De una lealtad extraordinaria, porque ha podido haber excepciones, pero normalmente la mujer ha mantenido en estos casos una lealtad extraordinaria al marido.

Entre las mujeres de los presos había buenas relaciones, aunque las hubiera que no eran del Partido. Las que estábamos en el Partido éramos una piña. En la década de los sesenta hemos estado muy organizadas las mujeres de los presos. Hemos ido a ver a personalidades, al Primado de España, por ejemplo, pidiendo la amnistía, a otros obispos, políticos, a quien fuera necesario. Cuando hacíamos una petición de amnistía no era para uno en particular, sino globalmente, para todos los presos políticos, aunque teníamos que decir que lo pedíamos porque éramos esposas de presos determinados. Por ejemplo, la mujer de Simón, hasta fotos tengo de haber ido a viajes con ella y con otras. Hemos hecho manifestaciones en Madrid pidiendo la amnistía, aunque íbamos cuatro en aquella época.

Estábamos muy unidas, se creó entonces una relación muy fuerte que hemos seguido manteniendo, aunque ahora se anda de otra manera y nos vemos menos, pero mantenemos una amistad entrañable. Tengo grandes amigas que hice en las puertas de las cárceles. Ahora voy a ver si encuentro una residencia donde pueda estar una de estas amigas que tiene ochenta años, aunque no hay manera, porque las residencias son muy caras y en las de la comunidad no hay plazas. Es muy difícil, pero ahí tengo dos direcciones y a ver si el lunes puedo ir y enterarme de lo que cuestan, esta amiga tiene dos pensiones, porque los dos eran sastres y trabajaron, pero no es suficiente. También tienen dos millones y pico que les han correspondido por haber estado el marido en la cárcel, y ella lo dice así, fríamente: si yo supiera que Julián se muere en cinco meses, yo esos dos millones --que ella los ha puesto para que le renten-- me los gastaba íntegros en él, pero si le meto en una residencia de doscientas mil pesetas al mes, ¿cuánto me duran los dos millones? ¿diez meses? ¿y luego que hago? Es triste la cosa. Es un matrimonio que vive en una casa vieja por ahí por la calle de las Huertas en un cuarto piso sin ascensor y ya tienen ochenta años, con artrosis. Es una mujer con una moral estupenda, pero ahí están, él con la cabeza casi perdida y ella sin dinero para poder ayudarle. Ha sido una mujer muy valiente, veinticuatro años a la puerta de cárcel, al Puerto de Santa María, a Chinchilla, ese penal que hay en Albacete, y a Burgos, claro.

No teníamos mucha relación orgánica con el Partido, porque al ser mujeres de preso éramos muy conocidas, pero manteníamos contacto a través de un camarada que representaba al Partido y nos orientaba siempre. Era la forma de luchar como mujeres de presos, que teníamos mucha más autoridad moral para ir a hablar con gente, por ejemplo con Solis , que nos llamaba camaradas, nunca se me olvidará, íbamos Carmen, la mujer de Simón, y yo, y nos decía camaradas. Nuestra tarea en este tiempo, hasta que ellos salieron, era luchar por la libertad de los presos. En eso estaba centrado nuestro trabajo político. Nos daban con la puerta en las narices muchas veces, como es natural, pero nuestra tarea natural era pedir la amnistía.

La noche de la muerte de Franco yo estaba trabajando en el sanatorio Los Nardos. Yo era auxiliar de farmacia y me acuerdo que bajó un médico con una botella de champán y me dijo: Manolita, Manolita, que se ha muerto Franco. No se había muerto todavía, pero nos tomamos la botella de champán. Se murió a los cuatro días.

Me recuerdo en aquellos meses con una ilusión tremenda en la democracia, pensando que era tan bonito para la juventud, para los que vienen detrás de nosotros. Y además ahora ya podíamos trabajar para el Partido de una forma abierta, sin clandestinidad. Era una esperanza tremenda que, por desgracia, no se ha cumplido del todo. Ángel pensaba igual.

Lo que recuerdo con más ilusión de ese tiempo, de llorar, es la fiesta de Torrelodones que se hizo cuando la legalización. Ángel ya estaba enfermo y un camarada, que había estado con él en la cárcel y era muy amigo nuestro, le llevó a Torrelodones en coche porque mi marido ya estaba muy delicado. Yo me fui en autobús y mi hijo se fue por otro lado, también en autobús. Aquel acto fue algo inenarrable para mí. La lluvia, aquella carretera de la Coruña con los coches con banderas y las pancartas. Lo veo todavía, creo que ahí es cuando me di más cuenta de que Franco se había muerto. Y luego el nombramiento del rey, que me acuerdo que Ángel decía: vaya hombre, mira que hacernos monárquicos ahora, con todo lo que he luchado por la República. Y la vuelta de Dolores, que fue un poco antes.

Un día había ido yo al local de Castelló y una camarada me dijo que Dolores estaba en su despacho. Pues la quiero ver, dije yo. No sé si podrá, me contestó. Anda que tú puedes conseguirlo, insistí, porque la camarada era la mujer de Modesto  y había estado en todas partes. Me dio una llantina al ver a Dolores. Abrazada a ella y llorando. Dolores estaba muy bien, muy bien de la cabeza y de salud, y me tuvo allí una hora hablando con ella.

Había conocido a Dolores en la guerra, cuando yo trabajaba en la delegación del comité central del Partido. Yo estaba en el primer piso y ella en el tercero, y había ido veces a verla por cosas de los vascos, que éramos muy chovinistas, yo ahora lo soy menos, pero entonces todavía lo era. Además me había criado de chiquitina en Gallarla, su pueblo. Hablando esta última vez con ella no sé si me reconocería o no, pero como era suficientemente sensible, me preguntó cuando la había conocido, se lo conté y ella se acordaba de todo. Me pregunto sobre mi vida y le empecé a contar por encima. ¿Qué has hecho? me preguntó. No he hecho nada, le contesté, he estado en la cárcel. Cuando oigo decir a alguien que en el exilió lo hemos pasado mal, me contestó, los que habéis estado tantos años aquí en la cárcel si que lo habéis pasado mal. Luego otro día, saliendo con Ángel, comentó que le gustaría mucho ver a Dolores, que la había conocido mucho en la guerra, y también estuvimos con ella un buen rato. Para Ángel fue muy importante, porque como estaba enfermo se encontraba muy sensible. El había sido su traductor en París en el 37, cuando Dolores fue a hablar con León Blum  para que dejaran entrar las armas y ayudas que mandaban de Rusia a España. Dolores se acordaba perfectamente. Venid más a menudo, nos dijo, pero Ángel estaba enfermo y no podía ir solo, tenía que acompañarle yo, que trabajaba todo el día. Ángel murió poco después.










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