domingo, 9 de junio de 2013

HEROINAS TRANSPARENTES (II)



DIEZ HISTORIAS DE UNA HISTORIA



una

El 27 de octubre de 1939 fue un mal día para Carmen Rodríguez Campoamor, que tenía entonces 19 años, aun considerando los muy dramáticos que todavía le quedaban por vivir en los siguientes treinta y seis años. La policía se presentó en su casa a las dos de la madrugada y se la llevaron detenida junto a su amiga Rosalía, con la que vivía en el barrio de Cuatro Caminos. Las interrogaron con violencia durante horas en un chalet de la calle Jorge Juan convertido en checa franquista, y cuando, ya de madrugada, no habían conseguido sacarles lo que buscaban, las subieron a un coche y las llevaron a las tapias del cementerio del Este. Acercaron a Carmen a la pared, y el policía, con la pistola en la mano, le repitió la pregunta que le venía haciendo toda la noche, ¿dónde está tu marido? La mujer no contestó, el policía amartilló la pistola. Carmen supo que ese podía ser el último momento de su vida. En realidad lo había sabido desde que reconoció el lugar: las siniestras tapias agujereadas del Cementerio de Este donde cada madrugada eran fusilados docenas de perdedores de la guerra. El muro donde tan sólo el agosto anterior habían sido asesinadas las trece rosas. Sus camaradas. Sus amigas.

El policía finalmente no disparó y nunca supo el sitio donde se escondía Simón Sánchez Montero, el marido y camarada de Carmen, que juntos intentaban reconstruir lo que aún sobrevivía de la organización del PCE. La dictadura conocía, o suponía, el trabajo que realizaba el marido, aunque ignoraba la militancia de la mujer, y eso quizás la salvó en aquella ocasión. Ella no sabía aún que le quedaban por vivir diecisiete años como mujer de preso. Diecisiete años que empezarían muy pronto, el 11 de septiembre de 1944, cuando Simón fue detenido por primera vez para pasar siete años encarcelado.

70 años después de aquel simulacro criminal, Carmen Rodríguez Campoamor es una anciana de 89 años, viuda desde hace tres, que aún sigue viviendo en la misma casa del popular barrio madrileño de Campamento. De cuerpo menudo, sufre los males de la edad, que a veces son algo más que simples achaques, pero su fuerza interna, la que le hizo resistir en los tiempos más duros, todavía se nota en sus ojos despiertos, su aspecto siempre cuidado y su actitud insobornable. De vez en cuando Carmen se sienta en el viejo despacho de Simón que conserva en su casa, aquel en el que siguen sus libros, aquel al que acudían los camaradas a charlar o discutir, y recuerda. ¿Qué se puede hacer en ciertas edades que no sea recordar? Pero ella sabe que el recuerdo es estéril si no sirve como ejemplo del presente. "Si no hubiera sido por la solidaridad y la ayuda de la gente, ni mi marido ni yo hubiéramos llegado a los 90", dijo aún hace unos años en un homenaje a las mujeres antifranquistas, y dirigiéndose a los jóvenes añadió: "os pido que sigáis luchando porque mejore nuestra situación, la de los hombres y la de las mujeres, pero sobre todo la de las mujeres".


dos

También gusta del recuerdo Vicenta Camacho Abad, que a sus más de 90 años ya tiene problemas al subir las escaleras, pero sigue vistiendo con la elegancia natural de quien sabe que la edad no es una enfermedad, sino un accidente cronológico que hay que afrontar con dignidad. Con la misma dignidad con que Vicenta se ha enfrentado siempre a la vida; siempre atenta a la actualidad, siempre rebelde, siempre solidaria. Aún hoy en día da conferencias, participa en jornadas por la memoria y frecuenta a los antiguos compañeros. Desde muy joven vivió la condición de mujer, hija y hermana de preso. Al acabar la guerra fue detenido su padre, simpatizante socialista, al regresar al pueblo soriano en el que había sido guardabarreras ferroviario, pasando año y medio en la cárcel. También su hermano Marcelino, que años después sería el preso político más conocido de España, fue detenido en aquellos primeros días de la derrota, encerrado en presidio y enviado luego a un campo de trabajo en el Marruecos español, del que consiguió evadirse en 1943 y pasar a Orán, donde vivió hasta su regreso a España años después y donde se casó con su compañera de toda la vida, Josefina Samper, también presente en esta historia.

Las detenciones del padre y el hermano, que obligaron a Vicenta y a su hermana Pepita, fallecida poco después, a trabajar duramente como costureras y a viajar a los distintos penales por donde uno y otro fueron pasando, no sólo no atenuaron la rebeldía de Vicenta, sino que la acentuaron. Detenida en 1943, pasó sesenta y cuatro días en las celdas de los sótanos de la Brigada Político Social, con frecuentes interrogatorios y palizas que no la hicieron confesar. Finalmente la condenaron a doce años y un día, de los que cumplió nueve en las cárceles de Ventas, en Madrid, y Segovia. Tenía 22 años de edad cuando entró y no volvió a ver la calle hasta los 31.

Los presos políticos que salían en libertad en los años cincuenta después de haber cumplido una larga condena no volvían normalmente a la militancia activa, a no ser que se tratase de dirigentes, que pasaban directamente a la clandestinidad o salían al exilio. Los recién liberados estaban fichados y eran bien conocidos por la policía, que les vigilaba estrechamente, por lo que su pertenencía directa a una organización clandestina estaba desaconsejada. Para ellos y para la organización. En esas se encontró Vicenta Camacho cuando salió en libertad en 1952, y ante la imposibilidad de la militancia directa se volcó en aquello que tenía más cercano: el apoyo y la solidaridad con los que habían quedado en las cárceles.

En aquella España, en la que las huellas de la guerra seguían latentes y el miedo continuaba imperando entre la población, los perdedores --conscientes de que sólo entre los suyos podían tener la libertad de cantar “En el frente de Jarama” en las fiestas familiares; bajito, eso sí-- constituyeron una especie de sociedad cerrada sobre sí misma, unida por los lazos del pasado que les protegían de la represión del régimen. La mayor parte de ellos no tenían actividad militante, pero se seguían manteniendo en contacto, se pasaban unos a otros los periódicos ilegales o los panfletos, comentaban y discutían sobre política nacional e internacional y colaboraban en lo posible con la causa. En esos círculos de camaradas y ex-camaradas, amigos, compañeros de regimiento o de presidio, familiares y perdedores de la guerra en general encontraron Vicenta Camacho y quienes se dedicaron a ese trabajo las primeras redes de ayuda a los presos que ya no estaban formadas únicamente por las propias familias. Unos daban una parte de su sueldo para los encarcelados, otros entregaban algo de comida cuando recibían un paquete del pueblo. Otro se asociaba al Club de Amigos de la Unesco para luchar por la cultura y la libertad casi legalmente. Éste compraba el bono de una rifa cuya recaudación ya se sabía a dónde iba, y aquel, o aquella, prestaban una habitación de su casa a quien la necesitaba porque vivía lejos y tenía que viajar a Madrid, Soria o El Dueso a visitar a su marido preso. De aquel germen de organización solidaria saldrían luego los grupos pro-amnistía de toda condición.


tres

Ana Castillo, madre de Marcos Ana
El poeta Marcos Ana, más de veinte años ininterumpidos de presidio, relata sobre su madre en sus memorias: “A veces, cuando volvíamos de los interrogatorios, tullidos y esposados, pasábamos por delante de una fila de familiares que aguardaban en un pasillo para entregarnos ropa o a pedir información sobre los detenidos, pero los verdugos ni se inmutaban, pasaban sonrientes, exhibiendo su crueldad, nada les importaba.

Tras una de las sesiones, cuando acababan de torturarme y me devolvían a mi “apartamento” con las manos esposadas a la espalda y la sangre fresca todavía, descubría a mi pobre madre, menuda y pequeña, arrebujada en su toquilla oscura, con su eterno pañuelo negro sobre la cabeza. Estaba esperando junto a otros familiares, para entregarme un pequeño paquete de comida.

Al verme llegar, al reconocerme y ver lo que habían hecho conmigo, echó a correr y de rodillas se abrazó a las piernas de uno de los policías llorando.

--Por favor, por favor, tengan piedad, están matando a mi hijo, me lo están matando –repetía.
--Levántese, madre –sólo pude decir, con el corazón destrozado.

Con los pies la empujaron y se la quitaron de encima y allí quedó llorando, tirada en el suelo…


cuatro

Pese a los condicionantes de ser una radio de partido, comunista y clandestino para mayor abundancia, y que, además, emitía desde Bucarest para un país sometido a una dictadura, Radio España Independiente, la mítica Pirenaica, fue el medio que mayor atención prestó a los presos antifranquistas. En sus emisiones se denunciaron las condiciones de vida en las prisiones, se condenaron las torturas, se biografió a los presos y se hicieron campañas por su libertad, se transmitieron sus cartas, documentos y poemas y se pusieron en la picota los comportamientos más crueles de los funcionarios. En sus 36 años de existencia, de 1941 a 1977, no hubo un solo día que no se hablara de ellos, hasta tal punto de que entre 1961 y 1963 se emitió semanalmente el espacio “Antena de Burgos”, dirigido y escrito íntegramente desde el interior del penal. Y eso hubiera sido totalmente imposible sin la colaboración, la entrega y el sacrificio de las mujeres de los encarcelados, que se constituyeron en los correos que permitieron cruzar los muros a todo tipo de documentos, noticias y cartas.

Fueron muchos los métodos que utilizaron las mujeres de los presos en esta peligrosa labor, que de ser descubierta por la policía les podía acarrear largos años de cárcel, y algunas de nuestras protagonistas se sirvieron de diversos de ellos. El más sencillo y el más utilizado era la información directa de la mujer al marido en las comunicaciones. Carmen Alvarado Janina aún recuerda cómo por la noche escuchaba La Pirenaica y tomaba notas con un bolígrafo en su brazo de todo lo que decían, para contárselo al día siguiente a su hermano en la cárcel. Éste, a su vez, se lo transmitía al resto de compañeros, que así estaban al día de lo que ocurría y recibían las orientaciones políticas del momento.

En casos más organizados, los sistemas de pasar información a las cárceles eran más sofisticados, aunque más peligrosos. Finos metalúrgicos, por ejemplo, construían ingeniosas tarteras de doble fondo, que aún se conservan y en las que todavía hoy es imposible distinguir la juntura que separa ambas partes. Lo sé porque Tomasa Cuevas conservaba una y me la enseñó. Entre ambas partes se introducían los documentos o cartas correspondientes, escritas en papel muy fino y en una letra extremadamente pequeña, que a veces precisaba de la lupa para leerla. También se usaban latas de conservas trucadas, que se vaciaban y limpiaban escrupulosamente. En el fondo se introducían los documentos y luego se les soldaba una chapa por la mitad, se volvían a llenar con una capa de sardinas y se cerraban como si llegaran directamente de la fábrica. En otras ocasiones, los documentos salían en las lámparas metálicas que los presos fabricaban en los talleres de la prisión, con uno de los brazos hueco en cuyo interior se habían introducido los papeles. Las que entraban y salían delante de los guardias con todos estos peligrosos objetos eran las mujeres, que luego los reenviaban a la dirección del exilio a través de un contacto más o menos fijo o por correo anónimo a una estafeta de París o alguna otra ciudad europea.

Sin embargo, no solo papeles entraban las mujeres a sus maridos. Simón Sánchez Montero y Luis Lucio Lobato, otro preso de larga duración también fallecido, pasaron varios años juntos en el penal de El Dueso, donde eran los únicos presos políticos. Ambos tenían largas condenas a sus espaldas y allí estaban aislados de toda información exterior aparte de la que sus esposas, Carmen Rodríguez y Dulcinea Bellido, también fallecida, que les transmitían las noticias en sus dificultosos viajes desde Madrid. El caudal de información aumentó cuando consiguieron hacerles entrar una radio con onda corta, lo que permitió a los dos encarcelados escuchar directamente La Pirenaica, Radio París o Radio Praga. Fue la primera radio clandestina que entró en una cárcel, luego entrarían muchas otras.

cinco

Las vidas de las mujeres, y de los hombres, que de una forma u otra decidieron enfrentarse a la dictadura franquista estuvieron llenas de sacrificio, lucha y esfuerzo, pero algunas de esas vidas alcanzaron una dimensión dramática difícil de encontrar en una obra de ficción. Tal es el caso de las que les toco vivir a Manuela del Arco, Manolita, y Ángel Martínez, ambos ya fallecidos, cuya historia deberé contar algún día en sus propias palabras, pues charle con ella durante unas cuantas horas que quedaron registradas en cinta magnetofónica. O el de Tomasa Cuevas, con la que también charle, presa ella misma durante largos años, esposa del dirigente comunista Miguel Núñez y autora de la primera recopilación de testimonios orales de mujeres represaliadas por el franquismo. En 1996 recordaba:

Posteriormente volvieron a detener a Miguel y me convertí en mujer de preso, con todo lo que eso representa. De Burgos se sacaban las cosas de mil maneras: con una tartera de doble fondo, en las asas de los bolsos, y para entrar también, en latas de conserva, a las que también les hacían en Francia un doble fondo. Con una de estas me pasó a mí una vez que se conoce que habían dejado un pequeño poro abierto y por él se pudrieron las sardinas en aceite que iban en la lata y había un olor horrible. Yo fui echándome colonia de Barcelona a Zaragoza, y allí fui a la persona que iba a pasar la lata, la familia de Vicente Cazcarra. Ellos me ayudaban a meter y sacar las cosas de Burgos (como también me ayudaba desde Vitoria la familia de Rosell), y les dije: Marujina, el coche y arreando a Burgos que mira lo que llevo, trilita va ahí. Como olía tanto, le dije al padre de Cazcarra: Vicente, que también se llamaba Vicente, vamos a abrir la lata en el campo. El no quiso. Llegamos a Burgos y nos quedamos de pensión. Bajamos al río, abrimos la lata, tiramos las sardinas y sacamos los papeles que había en ella. Me tuve que buscar un apaño para meter las cosas y le expliqué a Miguel lo que había pasado, porque era imposible meter la lata, lo hubieran descubierto todo”.


seis

Poco suponía Josefina Samper cuando regresó en 1957 a España, donde había nacido 30 años antes pero de donde había salido con cinco años siguiendo a su padre emigrado a Orán, que en las dos décadas siguientes le iba a tocar visitar a tantos curas, políticos, diplomáticos y periodistas. En aquel momento sólo sabía que Marcelino Camacho --con el que se había casado en Orán en 1948 y con el que ya tenía dos hijos: Yenia y Marcel-- volvía, como ella misma, para seguir luchando contra la dictadura en la organización del movimiento obrero, que por aquellos años comenzaba a realizar importantes, aunque descoordinadas, movilizaciones, que cuajaban en huelgas que siempre se saldaban con detenciones. Primero se instalaron en La Rasa, el pueblo soriano en el que había nacido Marcelino, hasta que fijaron su residencia en Madrid, donde había más posibilidades de encontrar trabajo como oficial fresador de primera, el oficio del marido, y donde había más posibilidades de organizar la lucha obrera y sindical.

Los primeros años fueron difíciles, viviendo toda la familia, a la que se había añadido Vicenta, la hermana de Marcelino, salida de la cárcel cinco años antes, en casa de una prima con un hijo. En aquella vivienda de escasos 40 metros cuadrados convivían diariamente siete personas: el matrimonio, que por las noches apenas podían llegar a su cama de un metro y diez centímetros a través de los obstáculos durmientes, Yenía, que dormía en una cama mueble en el comedor, Vicenta y el pequeño Marcel, que tenían reservado el pasillo de la entrada, y la prima Felia, que descansaba por la noche en la misma cama en la que su hijo, taxista de profesión, lo hacía por el día. La buena cualificación profesional de Marcelino le consiguió trabajo en la fábrica Perkins, en la que pronto fue elegido enlace sindical y desde donde comenzaría a contactar con otras empresas de diversas provincias hasta acabar creando Comisiones Obreras.

Tras el desconcierto del régimen ante la aparición de un movimiento de trabajadores que funcionaban en asamblea, criticaban al Sindicato Vertical desde dentro y planteaban reivindicaciones que siendo indudablemente laborales nadie ignoraba que escondían un trasfondo político, llegó la represión. Las múltiples detenciones de Marcelino obtuvieron una extraordinaria repercusión en todo el mundo, donde no podían entender que en España se encarcelara a un hombre que defendía cosas perfectamente legales en sus propios países, lo que le convirtió en el preso más conocido del franquismo. Josefina se vio obligada a asumir, en su doble papel de esposa y militante, el papel de portavoz de su marido y, por extensión, de todos los presos políticos y sindicales españoles.

Por ese camino llegó Josefina --habitualmente acompañada por mujeres de su misma situación y temple, como Carmen Rodríguez, Tomasa Cuevas, su cuñada Vicenta, Dulcinea Bellido y tantas otras-- a pisar kilómetros de moqueta oficial persiguiendo ministros o subsecretarios a los que presentar cartas y peticiones y cientos de metros cuadrados de alfombras episcopales en busca de comprensión y solidaridad. Igualmente participaban en una asamblea en un barrio, daban charlas en el estudio de un intelectual y acudían a los despachos de los corresponsales en España de la prensa extranjera que presentaban peticiones en las embajadas extranjeras en Madrid. Recibían a delegaciones sindicales y a observadores extranjeros, comían con políticos liberales del franquismo y establecían contactos con antiguos falangistas descontentos con el régimen. Presentaron recursos, peticiones, cartas, manifiestos, solicitudes, reivindicaciones. En todos los casos venían a decir lo mismo: Nuestros maridos, hijos, hermanos están en la cárcel por defender derechos reconocidos en todos los países del mundo. Es necesaria la amnistía, es necesaria la libertad.

De una de aquellas reuniones con un grupo de periodistas catalanes, ha dejado escrito Manuel Vázquez Montalbán: “Comienza la década de los setenta. Reunión en un piso de Barcelona para que algunos abogados informen sobre la situación de los dirigentes de Comisiones Obreras encarcelados y procesados en el proceso 1001. Junto a los abogados dos esposas de los detenidos: la de Acosta y la de Marcelino Camacho. Será difícil de explicar a las generaciones futuras, si no pasan por experiencias parecidas, cómo eran las compañeras de los perseguidos por el franquismo. Tenían la doble militancia: la que les comprometía con la gran causa general y universal de la emancipación humana, y la causa de primer plano, la sentimental, que les ligaba por un cordón umbilical invisible con el hombre a quien querían, frágil objeto de su de su deseo y de su memoria… Lo cierto es que aquellas dos mujeres supieron transmitirnos su serena angustia por los rehenes del franquismo en su frase terminal… Josefina Samper transmitía un temple histórico verdadero. No había retórica en sus palabras, ni siquiera la retórica superviviente que utilizaba la prensa del partido o las emisiones de Radio España Independiente”. ¿Qué piensa hoy Josefina de todas aquellas visitas? ¿Hablaba de ellas con Marcelino mientras recorren despacio cada mañana el parque del barrio? ¿Merecieron la pena? ¿Alguien las ha apuntado en una esquina de la historia de la lucha contra la dictadura?


siete

Entre los cientos de miles de mujeres de presos del franquismo las había de toda condición. Algunas, muchas, ya eran activistas políticas antes de la detención de sus maridos, pero otras se enteraban de su militancia cuando la policía llamaba a la puerta, siempre de noche, y se llevaba a sus hombres a la comisaría después de haber puesto la casa patas arriba. Y allí se quedaban ellas, militantes o no, enfrentadas a una situación que les superaba pero a la que en su mayor parte no dejaron de responder con valor y dignidad, adquiriendo entonces, si es que no la tenían ya, la conciencia de vivir en una dictadura y la necesidad de enfrentarse a ella.

Un día de 1973 un grupo de mujeres canarias ascendían la cuesta que llevaba a la prisión de Barranco Seco, en Las Palmas de Gran Canaria, en la que tenían familiares encarcelados, y una frase de una mujer de 68 años que subía fatigosamente se haría famosa con el tiempo y se recordaría a menudo como resumen de su vida: “He subido esta cuesta para visitar a mi marido, luego para visitar a mis hijos y ahora para visitar a mi nieto. ¿Habrá alguien que haya visitado a tres generaciones seguidas de presos políticos?”.

Quien pronunció la frase se llamaba María del Carmen Sarmiento Valle,  Doña Cármen, y nada en su infancia y origen social permitía adivinar el destino que luego tendría en la vida como mujer, madre y abuela de presos. Había nacido en 1905 en el seno de una familia de la burguesía liberal de Las Palmas, y desde niña demostró una gran fe religiosa, cargada con fuertes tintes sociales, que mantuvo hasta su muerte. La guerra civil la pilló en las islas, separada de su marido, Ernesto Cantero Arocena, un ferviente republicano, con el que se había casado en 1927, que se encontraba en Madrid opositando a una cátedra de instituto, que obtuvo pero que no pudo ocupar por la contienda, al final de la cual se exilió en Francia, donde fue internado en un campo de concentración. Repatriado por motivos de salud a Las Palmas, fue depurado y denunciado por un cura, lo que le llevó a la cárcel de Barranco Seco, la de la misma cuesta que Doña Carmen volvió a subir en 1962 cuando encarcelaron allí a dos de sus seis hijos, Arturo y Jesús, por pertenecer al movimiento Canarias Libre. El nieto que motivó el comentario sobre las tres generaciones era José Luis Gallardo Cantero, que tan sólo tenía 15 años al ser detenido.

La necesidad, la lealtad y la capacidad de rebelarse contra la injusticia le otorgaron a Doña Carmen un papel que, en buena ley, nunca hubiera debido jugar. Quienes la recuerdan, que son muchos entre los luchadores antifranquistas canarios, porque a todos ayudó, cuentan de ellas anécdotas extraordinarias. Con motivo de la actuación de la orquesta de la televisión soviética en el Teatro Pérez Galdós de Las Palmas la policía había detenido a tres jóvenes que había tirado claveles rojos al escenario, detención que se amplió posteriormente a otros dos más. Unos y otros fueron torturados en la comisaría, llegando incluso a aplicar descargas eléctricas a alguno de ellos. La noticia se corrió por toda la ciudad, y Doña Carmen, indignada por el trato que habían dado a aquellos amigos de sus hijos y conocedora del policía que lo había hecho, se vistió con sus mejores galas y se dirigió a la comisaria. A los guardias de la puerta ni se les ocurrió parar a aquella señora, ya con más de sesenta años y tan bien vestida que entró decidida por la puerta. Lentamente y sin hablar con nadie recorrió pasillos y habitaciones hasta encontrar al torturador sentado en la mesa de su despacho. “Eres un canalla y un hijo de puta”, espetó la anciana al policía, al que conocía personalmente porque en una ciudad pequeña, como entonces era Las Palmas, se conocían todos. Doña Carmen dio la vuelta pausadamente y salió por dónde había entrado sin que les diera tiempo a retenerla, pese a que el policía tan bien calificado se puso a pedir a gritos que la detuvieran.

ocho

María del Carmen Campos Alonso, más conocida como Mela Campos, tenía mucho contacto con Doña Carmen, entre otras cosas porque eran prácticamente de la familia: su cuñado, José Luis Gallardo, estaba casado con María del Carmen Cantero Sarmiento, Nena, hija de la anciana. Mela se había casado con poco más de 20 años con el entonces aprendiz de pintor y escultor Antonio, Tony, Gallardo, con el que había emigrado en 1958 a Venezuela, donde el contacto con los exiliados les llevó a politizarse afiliándose al Partido Comunista Venezolano, compromiso que mantuvieron al volver a Canarias en 1961.

El 15 de septiembre de 1968 un grupo de unos 200 militantes y simpatizantes del PCE se reunieron en Sardina del Norte, una pequeña y abrigada playa al norte de Gran Canaria, con la excusa de una excursión pero con la intención de, además de comer, discutir en asamblea problemas sindicales y políticos. Enterada la Guardia Civil, rodearon la playa, dispararon (“al aire”, según la prensa de la época) causando dos heridos, uno de ellos de gravedad, y detuvieron a unos 50 reunidos, de los cuales fueron juzgados 25, recibiendo 22 de ellos condenas de entre tres y 11 años de cárcel. A Tony, que dirigía el partido clandestino en la isla, le cayeron seis, que pasó en los penales de Soria y Segovia, primero, y finalmente en Tenerife.

La lejanía de las ciudades en que encerraron a Tony enfrentó a Mela con las dificultades de los traslados de Canarias a la península, que apenas fueron tres en dos años. Aún recuerda la ayuda y atención que en esos viajes, especialmente en el que realizó para visitar a su marido enfermo, le prestaron las mujeres de otros presos, que la recogían en el aeropuerto y la acompañaban hasta el penal correspondiente. La detención de su marido también la llevo a ser involuntaria pionera de una forma de protesta política que hasta entonces no se había utilizado nunca y que luego se practicaría con profusión en todo el mundo, España en primer lugar: los encierros reivindicativos en las iglesias.

Cuando se conocieron las importantes condenas que les habían caído a los juzgados por la reunión de Sardina del Norte, ocho de las mujeres de los condenados, Mela Campos entre ellas, decidieron exigir su libertad encerrándose en la Catedral de Las Palmas, donde permanecieron durante cuatro días, consiguiendo hablar con el Obispo de la diócesis, que les prometió su ayuda. La acción, que se realizaba por primera vez en el mundo, tuvo una inmensa repercusión nacional e internacional.


nueve

A veces las historias más dramáticas toman inesperadamente un cierto tinte de comedia. De comedia pícara, en este caso. A comienzos de 1972 Tony Gallardo se había roto una pierna en la prisión de Segovia, donde iba ya por su tercer año de condena, lo que ayudó a que, por fin, se decidiera su traslado a Canarias, Tenerife en concreto, una reivindicación que atenuaría el alejamiento de su mujer, que vivía, no obstante, en otra isla: Gran Canaria. Por una casualidad, la ya citada Mela Campos se enteró del día en que su marido embarcaría en Cádiz para el viaje que le llevaría en barco a su nueva cárcel, y ella, que nadie puede decir que sea mujer que se achanta ante las dificultades, tomó el avión y se presentó en el puerto.

Con las artimañas que fuera, sólo ella puede ya contarlo, Mela convenció al capitán del buque, un paisano llamado Ravelo, de que aquella era la única oportunidad que tenía en tres años de estar a solas con Tony, consiguiendo que la máxima autoridad en alta mar les entregara las llaves del camarote de la enfermería, en el que el matrimonio realizó sin molestias y en compaña toda la travesía. Tres días con sus noches, nada menos.

Pese al feliz suceso que vivieron Mela y Tony, las relaciones entre el marido en la cárcel y la mujer libre fueron, en algunas ocasiones, motivo de conflicto, personal o político. La inaccesibilidad del ser amado, la dureza de la vida cotidiana, el miedo o el cansancio llevaron a algunas de estas mujeres a descuidar la relación con el marido preso, a abandonar la lucha, o, lo que aún resultaba peor, a enamorarse de otro hombre. Tantas al menos como hombres hubo que en la cárcel, la clandestinidad o el exilio sintieron que se les acababa el amor por sus mujeres. Estas situaciones podían convertirse en verdaderas tragedias en el mundo de los presos y sus familiares, camaradas y amigos, que habitualmente condenaban sin paliativos estas actuaciones, especialmente el de las mujeres que cambiaban de pareja, y aislaban a quienes las realizaban. Fueron una minoría, pero en cualquier caso su existencia plantea la cuestión de los límites de la resistencia humana y también, ¿por qué no?, la de los rígidos principios morales y políticos que regían el colectivo y su inflexibilidad, quizás necesarios en una situación crítica, siempre a la defensiva y con desconfianza en la posible traición, en la que sólo la unidad férrea permitía pensar en la posibilidad de la supervivencia, pero que en cualquier caso subordinaban la acción femenina a las necesidades masculinas.


diez

En el verano del 2009 Josefina Samper y Marcelino Camacho dejaron su viejo y pequeño piso en una colonia popular en el barrio de Puerta Bonita en Carabanchel, en el que han vivido desde 1960. A él ya le costaba subir los cuatro pisos de empinadas escaleras y buscaron una nueva vivienda con ascensor, cerca de donde vivían sus dos hijos, que les hiciera más fácil salir a la calle. Ahora, ya viuda, quizás Josefina vuelva a pasar por delante de la vieja casa, quizás habitada por extraños, cuyas ventanas ya no dan a los tejados de otras viviendas más bajas sino a las fachadas de enormes edificios, y recuerde el tiempo en que aquellas paredes albergaron el principal centro de suministro de alimentos a los presos de la cercana cárcel de Carabanchel, donde estaba encerrado su marido junto a tantos otros.

No todos los presos de Carabanchel recibían visitas todas las semanas, pues procedían de lugares lejanos y sus familias no disponían del dinero necesario para hacer viajes frecuentes. De su alimentación extra, con la que completaban la nauseabunda pobreza del rancho carcelario, también se ocupaba Josefina, entre otras mujeres. Las noches de los sábados se tocaba a rebato en la casa de Puerta Bonita. Vicenta, la hermana de Marcelino, Yenia y Marcel, los hijos, que aún no habían cumplido los 20 años, la propia Josefina y alguna amiga o vecina solidaria pelaban guisantes, cortaban patatas o zanahorias, preparaban la carne y alrededor de las cinco de la mañana ponían a cocer el guiso para que aún estuviera caliente cuando a las 12 del domingo llegaran los primeros cubos a las galerías.

Cada vez hacían comida para más de 20 personas, que tenían que trasladar hasta la cárcel en el coche de un amigo o en un taxi, que en ocasiones  no cobraban la carrera al enterarse del objetivo del viaje. Había que llegar a Carabanchel casi de madrugada, para ocupar los primeros puestos de la cola y que la comida entrara pronto. El contenido de las ollas había que echarlo en unos cubos de plástico con etiquetas con el nombre y galería del preso, cuyo contenido revisaban los funcionarios, que a veces rechazaban la entrega de los alimentos a sus destinatarios. Esa semana la comuna tendría menos comida.

Luego venía la comunicación: 20 minutos de conversación a gritos con una tupida reja metálica entremedias, en una enorme sala con un eco desmesurado que hacía casi imposible la charla. Pero además de comunicar, Josefina también se dedicaba a otros menesteres en esos momentos. Lo cuenta su marido en sus memorias: “Mientras hablábamos, y cuidando de que no nos vieran los funcionarios que vigilaban, pasábamos canutillos de papel finamente liados con informaciones de Comisiones o del PCE. Pacientemente, comunicación tras comunicación, se habían abierto algunos agujeros entre las mallas, pero solo en algunos de los puestos de las comunicaciones. Cuando se entraba en la sala había que coger aquellos sitios si queríamos pasar nuestras notas…


epílogo

Hoy en día, décadas después de aquellos acontecimientos que les tocó vivir, algunas de aquellas mujeres ya han fallecido, otras, Josefina, Carmen, Vicenta, Mela y tantas otras son ya mayores, ancianas en su mayor parte. Viudas en muchos casos, siguen siendo personas autosuficientes, que hacen una vida cotidiana y familiar que en poco se diferencia de la de otros españoles de su edad y condición, aunque no hayan dejado su pensamiento crítico ni su actividad solidaria y militante. No hay en ellas nada que las distinga de los demás sino sus recuerdos. ¿Sienten que hay un reconocimiento social satisfactorio a sus luchas? ¿Piensan que los ideales por los que lucharon están presentes en la sociedad actual? ¿Volverían a hacer lo que hicieron en caso de nueva necesidad? ¿Afrontan el futuro del mundo con esperanza o con pesimismo?... Hay que averiguarlo. Hay que oírselo contar. Hay que escribirlo. ¿Les debemos algo, aunque sólo sea reconocimiento? Deberíamos pagárselo. Ahora.



"No olvidemos sus nombres" 
Homenaje a las mujeres de presos del franquismo
Música: Antonio Resines. Texto: Antonio Gómez


No hay comentarios:

Publicar un comentario