jueves, 6 de junio de 2013

1986. Joaquín Sabina entrando en el Olimpo







En cualquier forma de arte es difícil encontrar artistas que unan al favor del público la aquiescencia de la crítica, rizando el rizo en el caso de que esa situación se prolongue en el tiempo más allá del éxito momentáneo. Y si eso pasa en la cultura en general, más aún en el terreno de la música popular, que como la Quina Santa Catalina es medicina y es golosina, arte y mercancía.

No son frecuentes, pues, casos como el de Serrat, o si nos ponemos, el de Raphael, instalados en el Olimpo de la aceptación popular desde tiempo ya inmemorial y despertando año a año el entusiasmo de nuevos seguidores. En 1986 Joaquín Sabina dio ese paso difícilmente racionalizable que lleva de ser un cantante conocido, con un público abundante y fiel, a convertirse en un ídolo de masas. De alguna manera fui testigo de ese proceso que quedo reflejado en las tres reseñas de otros tantos recitales que sobre él publique en EL PAÍS en el breve espacio de apenas nueve meses. La primera es de una actuación en Elígeme cuando ya contaba con la popularidad suficiente como para que la cita fuera un homenaje a tiempos ya pasados, la segunda es de dos meses después en el Teatro Salamanca, que fue su llamada a las puertas del cielo, y las dos últimas dedicadas a su entrada definitiva en el Olimpo con su primer recital en la plaza de toros de Las Ventas. Lo demás vino después.




EL PAÍS. 28 DIC 1985

Los cantantes españoles vuelven a los pequeños locales; algunos para encontrar sitios donde actuar con regularidad, otros, como Joaquín Sabina, para reencontrarse con un público que en los últimos años habían visto sólo desde lejos, aislado en los grandes escenarios de plazas de toros o locales deportivos. La apertura de nuevos locales, como Elígeme, en el que Sabina ha presentado sus baladas, o el café Maravillas, 10 números más abajo de la misma calle, están consiguiendo, con programación inteligente y nada dogmática, que público y músicos reinventen el placer de escuchar dialogando, al tiempo que han reverdecido la marchita atención hacia otros locales como Manuela, Avalón, Toldería o Rincón del Arte Nuevo.

En Elígeme presentó Sabina un concierto de título provocador, Vivan las baladas, muera el Rock and Roll, interpretando, con Pancho Varona a la guitarra y Javier Martínez haciéndole voces, algunas de sus composiciones lentas que no suele tocar en los recitales normales y añadiendo un par de homenajes a Javier Krahe y Jaume Sisa. Temas como El joven aprendiz de pintor, Calle melancolía, o El caballo de cartón, que se encuentran entre lo mejor que ha compuesto.

De la balada al 'rock'

Pero como sabe Sabina, la balada es consustancial con el Rock. Que se lo pregunten a Mike Jaegger cuando canta Angie, al Paul McCarney de Yesterday o al Sting de Rossane, por citar tan sólo tres ejemplos ilustres. Y también porque los miembros del grupo Viceversa, con buen criterio, no se lo permitieron, y en el final de Incompatibilidad de caracteres entraron en tromba el resto de los miembros del grupo -el batería Paco Beneyto, el guitarrista Manolo Rodríguez y el teclista Álvaro Peire- para poner las cosas en su sitio con la potencia que les caracteriza y convertir la trampa semántica del título del espectáculo en una gozosa noche de baladas y Rock and Roll.
Comentaba Sabina tras la actuación que se había sentido más nervioso que nunca, desacostumbrado ya a tocar mezclado con el público y lejanos los tiempos en que comenzaba en La Mandrágora. No se notó desde el privilegiado puesto de espectador que ofrecía la cercanía. Como sufrido espectador, sometido demasiado a las incomodidades e inconvenientes de los conciertos multitudinarios al aire libre, que parecen haberse convertido en el único escenario posible donde escuchar cualquier tipo de música popular, es de agradecer la cercanía que permite un local de pequeñas dimensiones.

La percepción de la música es absolutamente distinta, la comunicación con el cantante diferente. Ante toda obra musical apetecible se siente la inevitable atracción de escucharla encerrado con el cantante en el salón de casa, de tú a tú, sin la distancia que establecen las vallas de seguridad o las 100 filas que hay delante. Así, con la bebida del bajista cayendo encima y el bombo de la batería resonando a un metro del oído, este cronista vivió una de las más gozosas actuaciones en mucho tiempo.





EL PAÍS. 17 FEB 1986

Dos formas habría de enfocar esta crónica: como un relato pormenorizado de dos noches de muchas canciones, abundantes invitados y felices sorpresas, o como un comentario del trabajo que Joaquín Sabina ha venido desarrollando a lo largo de diez años y que alcanzó en los recitales del teatro Salamanca la mayoría de edad, artística y de éxito. Resulta difícil sustraerse a cada una de estas facetas. Joaquín Sabina tomaba con este recital una fuerte responsabilidad sobre sus hombros: hacía un recital especial, con invitados y un marcado movimiento en escena, y además, aprovechaba para grabar un álbum en directo y hacer un especial de televisión. Nervios, pues, en los momentos iniciales del primer día, que se fueron calmando a lo largo de la noche y que, en el segundo pase, con menos invitados y más público que acudía simplemente para divertirse, alcanzó toda su dimensión.

Ricardo Solfa, galáctico y polifacético intérprete que demostró un absoluto dominio del oficio; Javier Krahe, que hizo las delicias del público con un irónico y demoledor panfleto anti-Otan; Luis Eduardo Aute y su intercambio de saludos musicales con Sabina, y Javier Gurruchaga, histriónico, inteligente y arrollador rockero, como siempre, fueron las guindas de una noche de fiesta. Joaquín Sabina y Viceversa pusieron el resto, es decir, prácticamente todo.

Diez años han pasado desde la edición de su primeras canciones en un libro londinense. Una etapa de cantautor clásico en Londres, su vuelta a España y el enfrentamiento con una realidad que superaba con mucho los esquemas, el triunfo en la Mandrágora, y una rápida carrera hacia arriba cuando sacó a relucir el rockero que hay en él, constituyen los puntos culminantes de la trayectoria de Joaquín Sabina. Quizá su mayor virtud sea haber encontrado en este viaje la manera de ser un cantautor adulto, que tiene cosas que decir y las dice con el lenguaje adecuado, rompiendo, como están haciendo otros, la falsa dicotomía entre madurez y modernidad.

Un lenguaje de hoy día, capaz de conectar con los más jóvenes, pero que no abdica de la necesidad de ofrecer con rigor una manera compleja, rica y meditada de entender el mundo que le rodea. Sus canciones van surgiendo como un retrato inmisericorde de ese lado oculto de la vida que es la marginación, pero también de la cotidianidad de los pequeños hechos y sentimientos, no menos ocultos por el aluvión de lugares comunes y estereotipos que suelen poblar las canciones populares, por las máscaras de carnaval que cada día del año los ocultan.

Hable de delincuentes habituales, retrate el nuevo Madrid de la democracia o cante los amores propios o ajenos, en sus canciones se encuentra el olor y el color de la calle y las gentes que la pueblan. El público reacciona ante ello, se ve retratado con fidelidad, sin moralina, pero con moralidad, y se ve arrastrado por un excelente trabajo en escena.

Ha ido adquiriendo Joaquín Sabina en los últimos años el dominio del escenario que quizá faltaba en sus primeros intentos de fundir canción de autor y rock. La soltura en los movimientos y la facilidad en la comunicación son los ingredientes que necesitaba para hacer creíble su actitud ante el micrófono y sacar todo el jugo a sus actuaciones.

Joaquín Sabina y Viceversa es algo más que un cantante con un grupo de acompañamiento; es un todo único e indisoluble que se ha cohesionado a la perfección. Viceversa suena con la solidez de los mejores grupos y tienen plena ocasión de demostrarlo al servicio de unas canciones construidas con minuciosidad e inteligencia. La incorporación de Marcos Mantero a los teclados, un músico veterano, contribuye de manera importante en el resultado final de un sonido compacto y sin fisuras.




 EL PAÍS. 6 SEPTIEMBRE 1986

Unas 20.000 personas abarrotaron anoche la plaza de toros de Madrid en el recital de Joaquín Sabina, con el que se cerraba los Veranos de la Villa madrileña. Desde las siete de la tarde el público formaba una ordenada cola, y no terminó de entrar hasta pasadas las once de la noche, a los 20 minutos de comenzar el recital. En medio de un ambiente relajado, y con la canción Pongamos que hablo de Joaquín, de Luis Eduardo Aute, de prólogo sonoro, hizo su aparición el cantante, que con un saludo taurino, como correspondía a la ocasión y al local, dio la bienvenida con Ocupen su localidad. Durante más de dos horas Joaquín Sabina confirmó la alternativa de formar parte del reducido grupo de cantantes que llenan el coso taurino madrileño.

En el último año el público que acude a ver a Joaquín Sabina se ha multiplicado a ojos vistas. La grabación del doble álbum Joaquín Sabina y Viceversa en directo, y la subsiguiente gira veraniega, en la que han hecho ya más de 70 actuaciones con acogidas multitudinarias, constituyen el punto más alto de una carrera iniciada hace más de 10 años.
Cantante del exilio, Joaquín Sabina inició su carrera en Londres actuando en pubs, bares y recitales culturales y políticos, dando a conocer sus primeras canciones que grabaría ya en España, en 1978, en su disco Inventario, un trabajo que pasó sin gran repercusión y que el propio cantante prefiere olvidar en la actualidad.

Tras su actuaciones junto a Alberto Pérez y Javier Krahe en el local La Mandrágora, de Madrid y su aparición en el programa televisivo Esta noche de Fernando García Tola, adquirió un prestigio que reafirmaron sus trabajos posteriores y convalidó cuando en 1983 se rodeó de una banda eléctrica, del grupo Viceversa, con el que graba y actúa y se acompaña en actuaciones desde entonces.

Cuando era más joven, El joven aprendiz de pintor, Juana la loca y Wisky sin soda, entre otras, fueron canciones interpretadas por Joaquín Sabina, que con Pongamos que hablo de Madrid alcanzó el mayor punto de entrega y emoción de un público variopinto y heterogéneo.

Manolo Rodríguez y Pancho Verona a las guitarras, Javier Martínez al bajo, Paco Beneyto a la batería, Marcos Mantero tocando los teclados y Teri Carrillo haciendo voces, acompañaron al cantante en una noche de creciente entusiasmo. Las historias urbanas con ritmos de rock que canta Joaquín Sabina, fueron impregnando la noche en una plaza de toros en la que apenas quedaba sitio para hacer otra cosa que escuchar, dar algún salto que otro, encender bengalas y aplaudir. Unos cientos de personas que no consiguieron entrar intentaron seguir el recital hasta el final escuchando desde la puerta los ecos de la música que sonaba en el interior.




EL PAÍS. 8 SEP 1986


La plaza de toros de Madrid se ha convertido en los últimos años en el escenario obligado para confirmar éxitos y reafirmar famas. Con notable deformación de lo que la música debería representar, llenar la plaza de toros se convierte automáticamente en signo de haber llegado a la cumbre, de ser el mejor, y lo que resulta lógico y normal, que el cantante intente llegar a la mayor cantidad posible de personas, se convierte, en la mayoría de los casos por intereses ajenos a los propios cantantes, en una inútil competición. Joaquín Sabina un día, y Víctor Manuel y Ana Belén el siguiente, llenaron hasta la bandera el coso taurino de Las Ventas. La prueba ha concluido, lo que queda después es el eco de dos recitales de primera y la magia de ese fenómeno extraño e irrepetible que es siempre la plena comunicación entre el escenario y el público. Públicos parecidos, en cuanto que tanto uno como otros consiguen reunir a su alrededor gente de edades y condiciones bien diversas, pero diferenciados claramente entre sí: más moderno el público de Sabina, más concienciado el de Víctor y Ana.

Joaquín Sabina sale a escena con los arrestos de un luchador de la calle que concelebra reunión con sus colegas. Sus canciones son cuadros concisos y nítidos del lado más negro de la vida urbana, canciones que invitan a la subversión desde la constatación de lo que sucede alrededor, terrible y poético en su inevitable crudeza, y Sabina las canta desnudándolas de todo protocolo y dramatismo, como si de una conversación se tratase. El excelente estilo que el grupo Viceversa demuestra poseer cada vez de manera más clara da a las canciones el punto exacto de tensión que el rock permite y las canciones precisan, aunque un sonido un poco oscuro en general emborronara ligeramente la actuación.

Si Joaquín Sabina cumple para su público el papel del hermano calavera y rebelde al que se admira y se quiere imitar, Víctor Manuel y Ana Belén son los amigos con los que siempre resulta apasionante cenar una tabla de quesos y charlar de la manifestación del siguiente domingo.

Dos en uno

Los dos cantantes, que tienen líneas artísticas personales bien definidas, se van fundiendo a lo largo del recital hasta formar un todo homogéneo que deriva, precisamente, de que ambos dicen cosas diferentes y ofrecen imágenes distintas, que se complementan. En el desarrollo de ese mecanismo de identificación que siempre se da entre cantante y espectador, Víctor y Ana dan una sensación de seguridad, arropada por la perfección de un espectáculo medido y exacto, que el público capta y comparte con fruición. Con un plantel de músicos difícilmente mejorable en el panorama de la música popular que hoy se hace en España, un sonido simplemente perfecto, unas imágenes cinematográficas sugerentes y ricas proyectadas sobre una pantalla --realizadas con inteligencia y sensibilidad por Gerardo Vera-- y con la seguridad de interpretar buenas canciones que ya han pasado la prueba del reconocimiento colectivo, Víctor Manuel y Ana Belén construyen un recital impecable.

Dos sombras, no obstante, sobre el resultado final: la estructuración un tanto lineal de los temas, sólo rota en los minutos finales y en los bises, cuando cantaron las canciones más fuertes y bailables; y el peligro de trivialización que todo gran espectáculo de masas lleva consigo y en el que Víctor y Ana incurren en un par de ocasiones, en la interpretación de Sólo le pido a Dios, una especie de himno del argentino León Giecco, que convierten en algo parecido a una marcha, y en la de La puerta de Alcalá, una canción bien construida pero un tanto fácil, que el arreglo y la interpretación, incluso la ilustración cinematográfica con que la acompañan, cargan de una evidencia innecesaria.

Dos noches de éxito. Un cantautor que convalidaba su bien ganado éxito y dos primeros nombres de la música española que reafirman una vez más que las cosas bien hechas son imprescindibles. Una reflexión final con el recuerdo de los huesos doloridos todavía presente: hay recitales que deben escucharse sentado y cómodo.







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