domingo, 26 de mayo de 2013

El rock, ¿una nueva sociedad?








Seré breve, que bastante largo es el artículo (o los artículos, porque se publicó en dos entregas) como para que decir todo lo que entonces quería decir y a lo que poco tengo hoy que añadir. Vamos, nada.


 Antes que nada, el blues




DIARIO DE LAS PALMAS. 18 ENERO 1983




...Y al principio fue el rock and roll, hijo bastardo del rithm&blues, el estilo musical que se encuentra en la base de todo lo que hoy en día, en un país u otro, del mundo, en un estilo u otro, conocemos como «canción popular» (al margen del marco específico del folklore y la investigación folklórica.



Si las formas tradicionales del folklore han aportado a los movimientos de canción popular de todo el mundo sus raíces históricas, la manera de engarzarse al pueblo en la búsqueda común de unas señas de identidad, el rock, a través de su influencia sobre estos mismos movimientos, ha contribuido a darles una dimensión universal, unos lazos internacionales y un trampolín desde el que afrontar una posible evolución de formas y contenidos.

Sin embargo, mientras que el folklore es unánimemente aceptado como fuente de influencia, o, incluso, de pura y simple imitación, y eso le confiere categoría cultural, no sucede lo mismo con el rock, que a menudo ha sido despreciado en los círculos culturales más conservadores --y lo es todavía-- como música foránea e imperialista, destructor de los valores propios. Esta situación se ha dado, en mayor o menor medida, en todos los países (incluso USA e Inglaterra) pero quizás se presenta en estos momentos de manera especialmente agudizada en Canarias, donde, desde siempre, se mantiene viva la polémica sobre la incompatibilidad del rock y el folklore como conjunción de lenguajes para crear una canción canaria de hoy, y donde sólo en los últimos años --en algunos trabajos de Taburiente-- comienza a romperse esa dicotomía.
Esto tiene difícil solución. Porque, si bien es cierto que hay mucho de verdad en la afirmación de que el rock, en su forma más edulcorada y comercial ha sido utilizado por la industria discográfica internacional (subsidiaria como se sabe de la americana) para imponer una uniformidad musical que refleje la ideología dominante y que facilite su impregnación en las clases populares de los distintos países, entender el rock únicamente desde esta perspectiva supone cometer un elemental error de apreciación. Olvidar otros componentes liberadores y progresistas del rock, desde los meramente técnicos (rítmicos, instrumentales, sonoros) hasta los de contenido (sentido de rebeldía, rechazo de la sociedad capitalista de consumo, alternativa de convivencia, etc), pasando por los sociológicos de todo tipo (arraigo entre la juventud de todo el mundo, acelerador del proceso de cambio en los modelos de comportamiento), sería dar de lado uno de los fenómeno más importantes acaecidos en el mundo de la cultura de último siglo, con su influencia vital sobre otras formas artísticas (pintura, cine, poesía, teatro), que ha abierto un campo infinito de sugerencias y posibilidades de evolución creativa.

Naturalmente, que la canción popular --como todo el arte en general-- es un territorio de batallas individuales en el que cada artista y creador tiene que elegir el propio marco estético que considera más adecuado para desarrollar si trabajo, y eso es incuestionable. Pero entiendo que ha de hacerlo sin exclusividades o dogmas, sin intentar limitar el amplísimo concepto de canción popular, y sin pretender expulsar a los infiernos a cuantos no parten de sus mismos principios. Esta concepción excluyente del canto popular sólo conduce a mil polémicas de imposible solución y a un dogmatismo que impide se desarrollen movimientos de cambio en el seno de la canción popular y cierran al oyente posibles vías de disfrute estético.   
      
Después de unos años en que el pueblo vietnamita echó de su tierra a los invasores utilizando, entre otras, las armas arrancadas a los propios americanos, o en los que el pueblo de Angola utilizó fusiles portugueses para conseguir la liberación y la independencia, son ya pocos los lugares donde esta polémica se venga dando en primer plano. Hoy se puede decir con el gran guitarrista cubano Leo Brower: «de una cultura colonizadora hay que desechar aquellos elementos que representan la dominación, pero aceptar aquellos otros que ayudan en tu propia liberación».




El rock es un producto pleno del siglo XX en los Estad Unidos, un hijo de la sociedad americana y de sus avances tecnológicos, el resultado musical del macarthysmo, la guerra fría y el auge económico de las grandes ciudades industriales americanas: Nueva York, Baltimore, Detroit, Chicago, Los Angeles, Filadelfía, etc.

La irrupción masiva del parte del rock en mercado discográfico estadounidense y, por consiguiente, de su éxito y repercusión mundial, tuvo lugar en 1955. Durante todos los años anteriores, desde antes de la II Guerra Mundial, las grandes ciudades del Norte y el Oeste de los Estados Unidos habían asistido a una creciente inmigración de trabajadores negros del Sur, que buscaban en su proletarización salir de la miseria y el racismo, y que llevaron con ellos, entre otras cosas, sus tradiciones musicales: el blues, esa música triste, acida y dura, en la que habían volcado su desgracia, y el gospel, el himno religioso con el que habían intentado transcender esa misma desgracia. 

De la unión de ambas formas, a las que añadieron una instrumentación urbana (piano, batería, bajo y guitarra electrificada) y una mayor acentuación de las partes rítmicas, nació un nuevo producto musical: el Rhythm'n'Blues (R&B), y una importante variante de la industria discográfica americana: los discos Race, sellos especialmente dedicados a la música de color, hecha por y para negros, que muy pronto contarían también con sus propias emisoras radiofónicas y un público amplio y definido. La unión de este R&B con ciertos elementos de la música blanca, la balada de origen británico y el country, fundamentalmente; la transformación de su contenido, suavizándose, y la aparición de una generación de jóvenes blancos, desclasados y desarraigados de sus propia raza, habría de ser el origen del rock and roll en su versión más primitiva.




Una música que nacía enmarcada en un contexto social bien definido: la política de guerra fría (que había comenzado en 1945, con el fin de la Segunda Guerra Mundial, la muerte de Roosevelt y el paso a la presidencia de Truman), la guerra de Corea (1950), la carrera nuclear (iniciada en 1952, al ser elegido presidente el general Eisenhower, y la invasión de Guatemala (1955), comienzo del moderno expansionismo estadounidense. Unos años en que la política exterior americana estuvo presidida por la guerra y la agresión y la política interior por el miedo y la represión. Una represión volcada especialmente en la eliminación del comunismo interior y exterior en todas sus posibles variantes, incluidas las más ligeras. Una persecución de fantasmas que tuvo como organismo máximo el siniestro Comité de Actividades Antinorteamericanas, presidido por el senador Joe McCarthy y cuyo secretario era un oscuro funcionario llamado Richard Nixon, organismo que ya existía desde 1937, pero que desarrolló su máxima actividad entre el final de la guerra y 1955, con momento álgidos como la represión de los intelectuales de la industria del cine de Hollywood, sospechosos de simpatías izquierdistas, en 1947, y la ejecución de los esposos Rosemberg, acusados de espionaje a favor de la URSS, en junio de 1953.


1940. Negros y blancos juntos e iguales. 
Leadbelly, Woody Guthrie, Cisco Houston, Sonny Terry.

No conviene olvidar, por otro lado, que durante todos estos años, en medio de la persecución anticomunista (que era, en realidad, una persecución contra toda forma de rebelión anti-sistema), la canción folklórica americana, con una fuerte carga política y social, nunca dejó de existir. Los nombres de Woody Guthrie, Cisco Houston, Los Weawers, Lee Hays o Pete Seeger, constituyen el testimonio musical de estos años duros. Sin embargo habría que esperar a los años sesenta, después del movimiento por los derechos civiles y la presidencia de John F. Kennedy, para que esta música pudiera salir de las catacumbas de entendidos y alcanzar una considerable repercusión entre masas de jóvenes. En este folk, de origen blanco o negro, pero siempre rural, que recogía la tradición de las baladas del viejo continente, del blues negro y de los himnos obreros de principios de siglo, se puede encontrar una respuesta coherente y articulada, a veces romántica y utópica, pero siempre clara, al modelo de sociedad americana; En el rock esa contestación se da de manera diferente.



El rock recuperaba, no sin dificultad, gran parte del contenido de protesta individualizada, de queja dolorida y profunda, que se puede encontrar en el blues, de similar manera a como asumía, limando sus asperezas, las formas musicales negras. Una queja que nunca se planteaba en términos políticos directos, pero que alcanzaba a la mayor parte de las formas de vida americana y muy especialmente a la moral sexual.
El rock tuvo que someterse a la censura de una sociedad tan puritana como la americana, antes de que los jovencitos americanos blancos pudieran escucharlo, y así transformaron las letras de las canciones, que en el R&B eran de un descarnado realismo («Qué escote tienes/ Y cómo penetra el sol a través de él/ No puedo creer lo que ven mis ojos/ ¿Es posible que todo eso sea tuyo». «Shake Rattle Roll» en la versión original del cantante negro Big Joe Hunter), transformándolas en canciones de amor más o menos asexuadas («Qué vestido llevas/ |Cómo flamean tus cabellos!/ Pareces ser apasionada/ Pero tu corazón es frío como el hielo». La misma canción en la versión blanca de Bill Haley). Pese a todo ello la música de rock siguió manteniendo, incluso entre sus practicantes blancos, una carga de sexualidad, de descaro, que hacía clamar de indignación de moral ante los provocativos caderazos de Elvis Presley (llamado a veces Elvis «The Pelvis»).

Interesante comparación
Arriba: Big Joe Turner
Abajo: Bill Halley


 Difícilmente se podrán encontrar en los textos de los rockers de esta primera época declaraciones expresas de protesta. Ahora bien, lo que sí se puede encontrar en el temario inicial del rock es una constante referencia a un mundo propio, que diferencia a los jóvenes de los viejos, hasta convertirlo en una cierta mitología: los coches, el baile, la adolescencia, las chicas, la velocidad, el vestuario... Todo un sistema de valores pegados a la realidad más tangible, a las cosas pequeñas y perecederas, completamente ajeno, no obstante, a los grandes principios y a las ideológicas. De alguna manera se podría decir que ese sistema de valores propugnado por el rock define un mundo contrapuesto al de los adultos, al de los grandes principios que estaban llevando la guerra a todo el planeta; un mundo nuevo que aparece cerrado sobre sí mismo, sin más trascendencia que su propia existencia; un mundo que al mismo tiempo constituía un refugio y una huida, una muestra de la marginación de toda una generación de jóvenes.





Está claro que la manipulación que la industria discográfica efectuó de estas primeras muestras del rock en cuanto se dio cuente de la fuente de beneficios que era no podía conducir sino a la autodestrucción del fenómeno. Una autodestrucción física en ciertos casos, con la muerte por accidente automovilístico y de aviación, respectivamente, de Buddy Holly (1959) y Eddie Cochran (1960), en otros con la asimilación del sistema, cuyo caso más desgraciado fue el de Elvis Presley, o la rutina, con Carl Perkins --el inolvidable autor de «Zapatos de ante azul»-- tocando la guitarra con el cantante country Johnny Cash; y en otros, en fin, con la automarginación y el olvido de gran mayoría de los grandes rockeros de los años cincuenta (Little Richard, retirado a un convento antes de reaparecer reivindicando su homosexualidad; Chuck Berry, detenido por perversión de menores y drogadicción; Jerry Lee Lewis, apartado de una sociedad puritana al enterarse de que se había casado con una chiquilla de trece años), perdidos hasta que en los años setenta volvieron, en muchos casos ya achacosos, a ocupar el sitio que les correspondía, después de que otra generación de jóvenes, sus propios discípulos (Beatles, Rollings, Kinks, Who, Jefferson Airplane, Gratefull Dead y tantos otros), les abriera el camino que ellos habían sido incapaces de transitar hasta el fin.                                               




La incapacidad para superar sus contradicciones condujo a los pioneros del rock and roll a la autodestrucción, la comercialidad y el olvido, como vimos en la primera parte de estas notas. Tendrían que llegar, ya mediados los años sesenta para que el rock volviera a aparecer con fuerza, primero en Inglaterra y luego de Estados Unidos, transformado en una nueva dimensión del rock and roll. También la canción folk de comienzos de los años sesenta, la de Joan Báez, Judy Gollins, Dylan, Ochs, Paxton, etc., debería transformarse para dar lugar a un nuevo tipo de música, de repercusión internacional y de influencia en los movimientos de nueva canción de todo el mundo.

Digamos que el maridaje de Bob Dylan y los Beatles es el que aportó un salto cualitativo importante a la música popular de todo el planeta. En él, Dylan aportaba la conciencia crítica y la preocupación por lo texto literarios, recibida como legado de los grandes maestros del folk, y los Beatles traían tanto una nueva utilización de las formas de la música tradicional como un cierto sentido lúdico, heredado de los pioneros del rock.




A partir de este maridaje empieza a notarse en los diferentes países una actitud distinta ante la llamada «música foránea». Los cantantes y compositores más conscientes, así como las nuevas generaciones, comenzaron a notar que en esa música se encontraban elementos que no respondían a una ideología imperialista, sino que, por el contrario, traían consigo un ansia de libertad, de cambio, que los hacía cercanos. Algunos entendieron que esas formas musicales que servían para expresar las protestas de los negros, la insatisfacción de amplias capas de obreros blancos, pobres y malpagados, y la rebeldía de los jóvenes contra la guerra de vietnam, podían servir también para expresar su propia conciencia nacional y de clase, su propia lucha por la libertad. Y de un extremo a otro del mundo, en Francia, Inglaterra, Italia, España, Cuba o Chile, empezaron a filtrarse las guitarras eléctricas, las baterías, los arreglos musicales más complejos, que no sólo no negaban su idiosincrasia particular, sino que, incluso, podían acentuarla a poco que se utilizaran bien.

Todo ello no hubiera sido posible, naturalmente, sin una revalorización del rock, de su carácter musical adulto y progresista. Una revalorización ante los ojos de un cierto tipo de público: la vanguardia artística y política de esos países, y en primer lugar sus cantantes. Tampoco eso se hubiera conseguido sin una toma de conciencia en ocasiones conflictiva, siempre difícil, a veces contradictoria y utópica del rock, que asumía con ella el carácter de específica y consciente representatividad social que siempre había ostentado, aunque fuera involuntariamente.

A partir de ese momento, se pueden encontrar en el rock planteamientos ideológicos y políticos expresamente enunciados, como corresponde a un arte que alcanza su edad adulta. Es verdad que en las canciones siguen apareciendo coches, chicas, juventud, pero en muchos casos ese temario presenta ya, conscientemente, un proyecto estructurado de sociedad, ofreciéndose una alternativa --utópica o no, que ese es otro tema-- al modelo existente en el capitalismo adelantado.





Entramos, pues, de lleno en el compromiso político del rock, sin el cual su influencia sobre la nueva canción de otros países no hubiera existido, o se hubiera dado de otra manera, quedándose en el desfallecimiento de los primeros rockeros de los cincuenta. Se trata de un compromiso político no siempre asumido racionalmente como tal, no siempre reconocido por los grandes mitos del rock, pero evidente a poco que escuchemos sus canciones y observemos sus actuaciones públicas. Un compromiso político que a veces aparece cargado de formulaciones contradictorias y de connotaciones reaccionarias, pero que, en definitiva, no supone más que la aceptación por parte del cantante de que vive en un medio determinado, y que frente a él debe dejar patentes unas reacciones concretas de repulsa o apoyo, de aceptación o alternativa. 
                                                  
Hay que tomar en cuenta también que intentar generalizar en algo tan vasto y contradictorio como el mundo del rock nos puede llevar a caer en una peligrosa trivialización. No se pueden encontrar normas de conducta comunes a todos los músicos, entre los que, como en todos los géneros, hay mezclados grandes autores y lamentables vulgaridades, conscientes revolucionarios y contumaces reaccionarios, hábiles comediantes. Todo lo más que podemos dar aquí son unas ciertas pautas de análisis que pueden ser más o menos extensibles a un número suficientemente grande y representativo de músicos de rock, de forma nos sirvan para intentar mostrar de qué maneras estas características han facilitado la maduración ideológica y estética del rock y así facilitar la influencia sobre la mayoría de los movimientos de nueva canción y el conjunto de la música popular que se hace hoy en el mundo.

A partir de ese maridaje Dylan-Beatles que hemos indicado más arriba, y que puede servirnos como símbolo de una confluencia entre la música folk --que en la unión abandonaba buena parte del simplismo de su compromiso político explicitado en las canciones que habían hecho hasta entonces, para pasar a pregonar un sentido más universal, más abstracto y complejo, del compromiso-- y la musical rock --que así adquiría una cierta racionalización de su papel social--, se decantó un cojuntot de músicos, cantantes, compositores y conjuntos que expresaban más conscientemente su compromiso político.

En ese grupo heterogéneo se inscriben grupos como The Fugs, Country Joe & the Fish, MC-5, Jefferson Airplane, Crosby, Stíll, Nash Young, el John Lennon pos-beatle, Dylan, por supuesto, Pink Floyd, The Clash, The Doors, Mothers of Invention y otros, que en sus, canciones, o con su participación en campañas más o menos políticas, han intentado dar, en algún momento de su carrera, una dimensión comprometida a su música. Incluso en el caso de que esta intención adquiriera la forma de la anti-política, de la negación de la política en general, como continuación del rechazo de la política planteada desde el poder.



 «La verdad es que no puedo ser un hombre, un ser humano, e ignorarlo todo. No creo. No creo que pueda. Y eso que no soy muy político. No me gusta la política. Pienso que la política ha dejado de ser un sistema viable. Pero estaban ahí al lado... No me resigno a vivir en un país donde se cargan a la gente en plena calle por cosa así, por decir que hay cosas que no les gustan. No puedes hacerlo. Presidente Nixon, no puedes hacerlo» (1), cuenta David Crosby para intentar explicar por qué Crosby, Still, Nash Young, hicieron la canción «Ohio» sobre la muerte de cuatro estudiantes en la Universidad de Kent durante una manifestación, y al mismo tiempo nos da la clave para entender lo que de mejor hay en el acercamiento de todos estos grupos a la realidad política o social que les rodea. Porque lo cierto es que el compromiso político de los músicos de rock ha funcionado en tanto en cuanto ha sido una respuesta a agresiones del sistema, y en ese terreno han compuesto canciones violentas, sarcásticas, demoledoras, llenas de fuerza, que si bien no han hecho temblar los pilares del poder, sí han servido, al menos, para establecer su podredumbre y el desprecio que sienten hacia él ciertos músicos, los mejores, del rock, que emparentan en ese sentido con los cantantes populares de Argentina, Alemania, Cuba, Italia o Canarias.

Eran canciones como «Superbird» y «Harlem song» de Country Joe & the Fish, «Volunteers» y «We can be together» de Jefferson Airplane, «Plastic People» de Zappa, «Working class hero» o «Give peace a Chance» de John Lennon, y tantas otras que hablan de Vietnam, de la lucha racial o de la alineación de la clase obrera poniéndose decididamente del lado de los débiles.







Otra cuestión es cuando intentan dar el salto de la simple contestación a la presentación de alternativas políticas, de la demolición a la construcción, y pretenden elaborar un proyecto de sociedad diferente. Aquí es cuando entran en juego las confusiones, las contradicciones y las más variadas especies de utopías. Y sin embargo, ésa ha sido la máxima aspiración dé los ideólogos del rock y de ciertos músicos: la de intentar transformar la vida y la sociedad americanas a partir de su propia música.

«El rock es una herramienta táctica para conseguir que los niños se rebelen contra el protoplasma que los educó y creen otras formas de gobierno, otras formas de abandonar la situación. Coordinando, libertando y desencadenando la sexualidad y la mente de la juventud, puedes influir en ella y modificarla hacia una meta y una dirección diferentes. Sólo entonces será posible sacudir este país y recomponer toda su estructura, si nos basamos en el tipo de energía liberada por el rock», decía Ed Sanders, miembro del grupo The Fugs, en un simposio sobre rock y revolución, y Jerry Rubín, líder yipie, equiparaba su propia existencia a la revolución: «Mezclamos la política de la Nueva Izquierda con un estilo de vida psicodélico. Nuestra manera de vivir, nuestra propia existencia es la revolución», en un intento de hacer creer que la revolución se estaba dando ya en los Estados Unidos a partir de su propia experiencia diaria.

Una experiencia apoyada en la vida en las comunas. En los grandes festivales rock, que como los de Monterrey, Altamont y, sobre todo, Woodstock, planteaban la ilusión de que la contracultura creaba sus propios modelos de vida social, y en la creación de empresas comunitarias, como las grabadoras de los Gratefull Dead, Jefferson Airplane, The Beatles y Frank Zappa, o edición de periódicos como “Rolling Stone”, propiedad de esos mismos grupos que hacían creer en un «poder joven» ajeno y enfrentado al poder estatal del capitalismo avanzado.



A partir de este núcleo ideológico básico, tan magro y precario, se intentó crear una concepción alternativa a la sociedad de consumo, sin apercibirse de que, en realidad, estaban cayendo en esa misma sociedad de consumo contra la que intentaban rebelarse y a la que, de alguna manera, servían de coartada liberal. Pero esos ejemplos concretos, que para ellos constituían la prueba de que su música, su mundo, era la revolución, constituyeron un fracaso estrepitoso: Woodstock se convirtió en un mercadillo para el comercio del disco (un álbum de tres discos y otro de dos), el cine (con la película de Michael Wadleigh), camisetas, posters, libros, etc., todo ello en manos de empresas capitalistas. «Rolling Stone», la revista musical abanderada de la contracultura, acabó en manos de Max Palevsky, un millonario directivo de la Xerox Corporation. Y, en fin, las casas discográficas propias, que habrían de ser el germen de su independencia en la nueva sociedad, tuvieron, necesariamente, que depender de las grandes multinacionales del disco.

El fracaso de esa nueva sociedad que pretendían los músicos de rock es, también, el testimonio de la crisis de toda la sociedad occidental, acentuada en los últimos años, y de la impotencia para superarla. Ante todo ello, los músicos de rock han reaccionado de diferentes maneras: unos encerrándose en su mundo de cristal y fantasía, entregados al poder evocador y creativo de su música (Zappa, Jefferson Airplane, Grateful Dead, etc), otros llevando su proceso de autodestrucción hasta el punto final de la muerte, bien autoprovocada (Phil Ochs), bien buscada peligrosamente hasta encontrarla (Janis Joplin, Jimi Hendrix, Jim Morríson, Sid Vicious, etc.), y otros, en fin, repitiendo el ciclo que quince años antes siguieron los primeros rockeros sumergiéndose en el silencio, como John Lennon, que sólo habría de salir de él para ser asesinado. Algunos tan sólo, Dylan entre ellos, han seguido avanzando lúcidamente por ese camino contradictorio y sembrado de escollos.

El rock que se ha hecho en los últimos años es una muestra de la decadencia del compromiso en el rock, que ha preferido refugiarse en la irracionalidad y la técnica antes que en la pasión y la protesta. De todas maneras los grupos de rock han seguido participando en actos de carácter social, político o humanitario. Ejemplos los hay de sobra: Conciertos en La Habana en solidaridad con Cuba (1979, con participación entre otros de Kris Kristofferson, Bonnie Bramlett, Weather Report, Stephen Stills), los conciertos de Septiembre del 79 contra las centrales nucleares, que aparecieron en un triple álbum  y en los que colaboraban The Doobie Brothers, James Taylor, Carly Simon, Poco, Jackson Browne, etc…), Solidaridad con Kampuchea (acto en el que intervinieron The Who, Pretenders, Paul McCarney, Queen, The Clash, Elvis Costello y otros), o el magnífico concierto a beneficio de Amnesty Internacional, realizado y grabado el año pasado por Sting (del grupo Police), Jeff Beck, Donovan, Eric Clapton, Phil Collins, etc... Pero no dejan de ser hechos anecdóticos, recuerdos de otra época que no parecen ir con los tiempos que corren.


                 
Se puede decir que el rock es una revolución fallida, en tanto y cuanto no ha supuesto tal «revolución» (en la misma medida en que ha pasado con otras utopías políticas, como el comunismo o el anarquismo); en tanto en cuanto esa nueva sociedad de alcance mundial que soñaban los ídolos del rock no ha sido sino una utopía manipulada y utilizada por las multinacionales del disco y el sistema en su conjunto.
Pero no es menos cierto que, a partir del rock, el mundo ha variado sustancialmente en muchos de sus aspectos fundamentales hasta poder afirmarse que la moral, las costumbres, el nivel crítico y de libertad, y, sobre todo, la música popular, no volverán a ser nunca como eran antes de su existencia. La revolución de rock, el modelo de nueva sociedad del que pretendía ser expresión, ha resultado fallido, pero sus aportaciones culturales, musicales y de modelos sociales de convivencia y vida están siendo utilizadas en todo el mundo occidental como forma de identificación cultural de una gran capa de la sociedad, cada vez más amplia, que vive así de manera distinta y tiene unos objetivos distintos a los que tendría sin ellas.


“Te drogan con la religión, el sexo y la televisión
Y te crees ingenioso, apolítico y libre,
Pero no eres más que un jodido ignorante.
Podrías ser un héroe de la clase obrera”








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