sábado, 6 de abril de 2013


Música culta, música popular. Un debate superador


Grappelli / Menuhin. Dos maestros

Dos cosas me han llamado la atención al encontrar los dos textos que siguen: el espacio que en el momento de publicarlos se dedicaba a la música popular en los periódicos y la libertad de quienes escribíamos en ellos para afrontar temas alejados de la canción claramente de consumo. ¿Qué ha pasado luego para que todo eso haya desaprecido? Con esa meditación en la cabeza los reproduzco.
Los artículos en cuestión fueron publicados, respectivamente, en EL PAÍS en 1984 y en EL DIARIO DE LAS PALMAS en 1983 y abordan un tema que siempre me ha interesado, el de los límites y las relaciones entre los géneros y la consideración del carácter artístico y cultural de la música popular.

Jacques Lousier. Play Bach




Desde Caruso a Plácido Domingo o José Carreras, pasando por Alfredo Kraus, son muchos los cantantes de ópera que han hecho incursiones en la música popular. Los resultados son variados y de distinta consideración. Las intenciones parecen responder a un mismo objetivo: interpretar canciones de éxito y llegar así a públicos ajenos a la ópera, bien para ampliar el ámbito popular a que tienen acceso, bien para aumentar mercados o ganar popularidad. Es el caso de Mi último perfil, último longplay del cantante catalán.
Estos objetivos serían loables si no fuera porque en pocas ocasiones se consigue cumplirlos satisfactoriamente. Antes al contrarío, los resultados no suelen contentar ni a unos ni a otros. Aunque hagan ganar dinero.
En la mayoría de los casos, el intento suele quedarse en un híbrido de escaso interés musical y cultural. El fallo fundamental reside en la falta de comprensión de un hecho que, sin embargo, parece evidente y que se repite también a la inversa, en los cantantes y sobre todo en los músicos populares que han intentado acercarse a la música clásica (o culta, difícil clasificación). La música culta y la popular son dos géneros artísticos diferentes que, aun partiendo de un tronco común, se diversifican por caminos distintos, tienen desparejos ritmos de evolución y características radicalmente distintas, tanto de intención como de composición e interpretación.
De igual manera que la novela o la poesía pertenecen a un mismo género, el literario, y se expresan en dos lenguajes diferentes difícilmente compatibles. Por mucho que los siglos que poesía y novela han caminado en paralelo, compartiendo una similar consideración y valoración artística, permitan una interrelación que no se da entre la música popular y la clásica, tan desparejas en sus respectivas evoluciones históricas y en la valoración que han recibido por los estamentos culturales oficiales.
A nadie se le oculta que mientras la música culta es considerada desde siempre una creación de la cultura, especialmente la del mundo occidental, la música popular ha sido valorada, y todavía lo es —a mi parecer, injustamente—, una subcultura, un lenguaje subdesarrollado, primario, despreciable. En ese sentido es positivo el que los grandes artistas de la música culta se acerquen a la popular, si es que lo que les mueve a ello es la aceptación del valor propio que tiene y no el simple deseo de ganar más dinero llegando a las multitudes consumidoras del disco.
La excepción y la regla
Tampoco es un misterio que deba avergonzar a nadie que la música culta va muy por delante de la popular en cuanto a evolución formal, complejidad técnica y dificultades interpretativas. Casi ningún músico que se ha acercado al clásico como fuente de inspiración ha conseguido obras de verdadera altura, si exceptuamos casos aislados como los de Frank Zappa, Mikis Theodorakis, Oscar Peterson, Pink Floyd y pocos más, por citar casos diversos que en algún momento de su carrera se han atrevido con las influencias clásicas, de la electrónica y la vanguardia al sinfonismo o lo camerístico. En la mayoría de los casos  --rock sinfónico, cantantes que pretenden cantar con voz de prima doma--, lo más que han conseguido son insufribles pastiches que imitan sin rigor las formas más sobrepasadas de la música culta.
Pero también es verdad que, salvo excepciones de rigor --Lambert, Stravinski, Milhaud o Gerswing, acercándose al jazz, o Debussy, influido por el can-can en la pieza final de su Children 's Comer; Musorgsky o Bartock, interesados por el folclore--, los intentos cultos por expresarse con el lenguaje de la música popular suelen resultar un fiasco total. Especialmente en los cantantes operísticos, que parecen elegir lo más trasnochado, caduco y comercial de un género que tiene otros muchos puntos de interés.
Ambas formas musicales comparten necesidades básicas: perfección técnica, evolución del lenguaje propio y comunicabilidad. El problema es que las prioridades varían de un género a otro. Mientras que en la música popular la comunicabilidad es históricamente su cualidad fundamental, que no excluye ni anula las otras, pero las valora de distinta manera, en la culta, los valores que se han desarrollado como resultado lógico de su propia historia son los de la evolución de los lenguajes y la pulcritud y perfección de la técnica interpretativa.
Confundir estos conceptos puede conducir no sólo a valoraciones erróneas y discriminaciones críticas y culturales, sino también a productos sin ningún valor. Las influencias mutuas son posibles y pueden resultar fructíferas siempre que se hagan desde el respeto y el conocimiento de ambos lenguajes y el único interés que se persiga no sea el monetario, contaminado por la nefasta carrera al éxito crematístico que promueve la industria discográfica.

MI OTRO PERFIL
José Carreras.
LP Zafiro. ZL-625.

Carreras, al igual que otros cantantes líricos de importancia fundamental, ha grabado también su disco de canciones populares. Diez temas que ponen en evidencia las limitaciones y malformaciones de una práctica que se está haciendo común y equívoca. Sin caer en las aberraciones de otros casos similares, intentando contener sus indudables dotes interpretativas para expresar mejor el sentido del tipo de canción al que pretende acercarse, el disco resulta, una vez más, lamentablemente fallido.
El álbum tiene, no obstante, puntos de interés que merecen ser destacados, aunque no resulten suficientes. En primer lugar, el ser canciones originales, compuestas y arregladas por personas con experiencia en la canción popular: el productor y compositor de las músicas, Antoni Parera Fons, que en tiempos anteriores había demostrado su sensibilidad en la colaboración, como autor e intérprete, con el poeta Antoni Mus; Josep María Andreu, autor, entre otras, del famoso Se'n va anar, que hizo ganar a Raimon y Salomé el Festival del Mediterráneo; Eddy Guerín, veterano y a veces inspirado arreglista, y, sobre todo, Manuel Vázquez Montalbán, que ya había probado con buena fortuna los textos de canciones en su colaboración con Guillermina Motta.
El problema es que, aparte de los textos de Vázquez Montalbán, que apuntan toques irónicos de sutil factura (véase el bolerazo posmoderno que es Óyeme), el disco resulta antiguo, sobreinterpretado, caduco. Sin esa capacidad de comunicar y encoger el corazón (o las tripas) que tiene la mejor canción popular. No basta con tener una voz portentosa, un dominio técnico impecable y buena voluntad para cantar este tipo de canciones. Además hay que saber hacerlo, y eso no es tan fácil como podría parecer.





HACE unos días, en un programa radiofónico, surgió de manera casi imprevista el debate entre la música culta y la música popular, dando lugar a una apasionada polémica entre los ocupantes del estudio, representantes en buena medida de cierta música culta de vanguardia, y los oyentes, que intervinieron defendiendo diversos puntos de vista. Aquel debate ha dado pie a estas reflexiones, que deben empezar aclarando que los calificativos de «culta» y «popular», especialmente el primero, son utilizados con el único fin de clarificar y ordenar las ideas, y sin ninguna intención valorativa en sí; sin pretender decir, en absoluto, que porque a una música la llamemos «culta» hemos de suponer que la otra es «inculta».
En cualquier caso hay que estar conformes en que se trata de un debate apasionante para los amantes de la música en cualquiera de sus variaciones, pues la influencia de la música popular y folklórica en la música culta, y a la inversa, es una influencia evidente, necesaria y enriquecedora, siempre que sea una influencia y no una imitación y siempre que el resultado no sea una fuente de confusiones. Será un debate apasionante y enriquecedor en tanto en cuanto se plantee desde unos términos de superación, y no de enfrentamiento, cayendo en el error de valorar cada forma musical de acuerdo con los criterios de la otra, sin respetar ni conocer las leyes que ambas músicas, popular y culta, tienen. Error constantemente repetido tanto en la teoría como en la práctica del hecho musical.
En realidad se trata de dos formas artísticas distintas. La música clásica y la canción popular (que también podríamos llamarlas así) parten, probablemente, de un mismo tronco común, como la novela y la poesía nacen del mismo tronco de la literatura, pero se diversifican por caminos diferentes, manteniendo unas líneas de crecimiento, unos ritmos de evolución, y unas características de valoración totalmente distintas, lo que los convierte en dos lenguajes diferentes, aunque paralelos. Caer en el error de comparar una y otra con los mismos criterios valorativos es entrar en una dinámica de enfrentamiento absolutamente estéril, pues nunca se llegará a un acuerdo sólido. Pero para el entendimiento y la colaboración es necesario el conocimiento por separado de ambas formas musicales.

No debe asustar esta alusión a los dos lenguajes, siempre han existido. También se podría hablar de un mismo lenguaje y dos distintos grados de evolución, es decir, un lenguaje elaborado y rico, el de la música culta, y un sublenguaje balbuceante y subdesarrollado, el de la música popular; pero creo que está fuera de lugar. En realidad siempre han existido esos dos lenguajes dentro de las músicas populares y cultas, dos lenguajes que a lo largo de los siglos se han mostrado tan separados como ahora lo están la música culta de vanguardia y la música popular contemporánea, aunque el desarrollo de las propias características de cada cual haya tendido a acentuar esa diferencia. Es una distancia similar a la que separaba la música renacentista de los cantos folklóricos de su época, separación que se ha venido manteniendo a lo largo de la historia.
Pero esos dos lenguajes, a diferencia de lo que algunos estudiosos “cultos” consideran, no están jerarquizados ni subordinados, simplemente tienen características distintas. La más destacada de la música culta es la evolución del lenguaje, de su lenguaje, mientras que en la canción popular (como en todo arte popular) el principal elemento de valoración es su utilidad y su inserción en el medio social en el que nace y se desenvuelve. Desarrollar esta dualidad de valores, sin contraponerlos, naturalmente, pues entre otras cosas, también cada forma musical participa en mayor o menor medida de las características de la otra, es lo que puede llevar a un cierto entendimiento y a una colaboración entre ambas formas musicales.
Por supuesto que a nadie se le ocurre ocultar que la música culta va muy por delante de la popular en la utilización del lenguaje específicamente musical. Ninguna creación de música popular puede valorarse en este nivel de la misma manera que las producidas por la música culta. Cuando los músicos de rock descubren los sintetizadores y los programadores hace ya muchos años que son utilizados por los músicos cultos, con unos resultados, además, mucho más complejos y ricos. Incluso en el jazz, la más evolucionada, sin duda, de las músicas populares, y por mucho que haya influido sobre Lambert, Stravinski o Milhaud, no puede establecerse una comparación entre el grado de evolución lingüística alcanzado y el logrado por la música culta de vanguardia.
Pero no se puede medir el grado de evolución y modernidad de la música popular tan sólo con estos criterios de lenguaje, por los avances rítmicos, melódicos, armónicos y tímbricos de la música culta, sino que habrá que utilizar las propias leyes de la música popular. Y sólo así se comprenderá que detalles que apenas tienen significación para un músico culto son altamente significativos en la evolución de la música popular. Pongamos un ejemplo: la introducción de la guitarra eléctrica amplificada en el blues negro americano no vino a variar la estructura musical del blues, pero sí sus condiciones sociales y su repercusión popular. Se pasó de cantar el blues en el campo, en los pequeños locales que habían nacido en los años inmediatos a la abolición de la esclavitud en los cruces de caminos o en los pueblos del sur de EEUU, a cantarlos en las grandes ciudades industriales, a donde les había conducido la inmigración en busca de trabajo y mejores condiciones de vida. Y para actuar en los grandes locales de las ciudades industriales, abarrotados de público, era necesario encontrar instrumentos amplificados, que sonaran por encima del ruido de la gente, que pudieran atraer la atención y hacer escuchar la música. La guitarra eléctrica, junto al piano y a la batería, que también se añadieron a los conjuntos de blues, cumplieron esta misión, y su utilización fue haciendo evolucionar el antiguo blues campesino hasta convertirlo en «Rythm and blues», del cual ha salido todo el tronco del rock actual y de una buena parte de la música popular contemporánea. Un hecho insignificante para los criterios de la música culta que, sin embargo, se ha convertido en decisivo en la música popular.
No se trata, pues, de establecer una categoría entre ambos lenguajes. No hay formas musicales buenas o malas, lo que existen son músicos buenos o malos, y ésos se dan en ambas formas creativas, la culta y la popular. En honor a la verdad hay que reconocer que la relación entre número de practicantes de uno y otro estilo y la calidad de los productos resultantes es claramente favorable a la música culta. La cantidad de obras de calidad que comparativamente surgen en una u otra forma artística es superior en ella. La popular, que es practicada por un número infinitamente mayor de creadores, ofrece, también, un alto grado de obras mediocres, convencionales, volcadas únicamente a su venta en el mercado. Pero eso también tiene una explicación, aunque no sea musical, sino sociológica, y, en cualquier caso, no puede servir para atacar las también numerosas obras de calidad que se pueden encontrar entre los músicos populares.
Las dificultades para acceder al conocimiento y al dominio de la música culta han hecho que se establezca una especie de selección natural, con lo que los artistas que llegan a dominar este lenguaje y a componer con él suelen tener ya un rigor estético de alta valoración. La música popular, con un lenguaje mucho más sencillo y de mucho más fácil acceso, atrás a una ingente cantidad de practicantes de todo tipo, y no todos ellos son buenos; y, además, las necesidades que la industria discográfica impone condicionan que no sean siempre los mejores los que triunfan. Pero todo ello no invalida a la música popular como género artístico, sino tan sólo a muchos de sus practicantes. Para valorarla en profundidad hay que utilizar los criterios y leyes que le son propios y, además, las obras y los autores de calidad que a lo largo de su historia ha ofrecido. Fijarse tan sólo en los subproductos comerciales que ofrece la música de consumo para desvalorizar el conjunto de la música popular (y con ella a sus genuinos representantes) es caer en el truco fácil e inservible.
En otras formas artísticas vemos cómo con cierta facilidad un mismo creador utiliza técnicas distintas con igual maestría. En la pintura, por ejemplo, grandes creadores, como Goya o Picasso, han acudido con frecuencia a la utilización de esas formas más «populares» de la pintura como son el grabado, el dibujo o la serigrafía. En la música esto es más difícil de encontrar, aunque sí hay músicos de origen académico y culto, como el griego Mikis Theodorakis, que han sabido utilizar con singular maestría las formas de la música popular. Otros, en cambio, han fracasado en el intento, y el ejemplo más reciente podría ser el del tenor Plácido Domingo, probablemente uno de los mejores cantantes de ópera de la actualidad, que cuando se ha puesto a cantar canciones populares ha fracasado en toda la regla (aunque el éxito de venta de discos le haya acompañado). Los suyo son unos tangos perfectamente modulados, de perfecta entonación y afinación, pero absolutamente vacíos de sentimiento y de vida, de rigor y de creatividad, en suma. Pero es que, como venimos diciendo, el lenguaje de la música popular es claro y específico, y hay que dominarlo para poder expresarse a través de él.

Las relaciones entre música popular y culta han existido, existen y existirán. El problema es que no siempre se utilizan adecuadamente. Dentro de la música popular hay toda una corriente influenciada por el clásico que peca, cuando menos, de ingenua: es toda esa imitación distorsionada de la música culta que han llevado a cabo grupos y músicos como Emerson Lake and Palmer, Tomita, Waldo de los Ríos, Walter Carlos y otros, por no referirnos al último invento de “Houkend on clasic”, auténtica basura musical. La ingenuidad que se percibe en un cierto complejo de inferioridad de esos músicos populares lleva a despreciar los propios modelos y leyes, copiando de manera burda la música clásica, y no precisamente la de vanguardia, que ni tiene posibilidades de dominar ni, por otro lado, resultaría comercial, sino la más fácil de las músicas del siglo XIX. Así nos encontramos con tantas adaptaciones de músicos clásicos a los que se ha querido dar modernidad a base de añadirles unos sintetizadores, que repiten en tono ridículo las melodías originales, y una caja de ritmos que machaca con insistencia aburrida los tiempos con la mayor simplicidad para hacerlos bailables en discoteca.
Esto no quiere decir que no suceda a la inversa. Una buena parte de las producciones a que han dado lugar los diversos “nacionalismos”, que tan de moda estuvieron durante décadas en la música culta, no son sino distorsiones no siempre logradas de ritmos y canciones folklóricas. Hay casos en que esta influencia ha sido perfectamente asimiladas. Ahí están, por ejemplo, la inspiración que un baile tan mundano como el can-can ofreció a Claude Debussy para la pieza final de “Children’s Corner”, o la importancia que la influencia folklórica adquiere en una pieza tan admirable como el “Boris Godunov” de Musorgski, o algunas de las mejores partituras de Falla o Bartock. Y no son casos únicos, como no son únicos tampoco los músicos populares que han sabido incorporar satisfactoriamente a su música elementos del lenguaje culto. Escúchese, si no se cree, algunas de las composiciones de Frank Zappa de mediados de los setenta, conscientemente influido por Edgar Varese, o las grabaciones más complejas de Pínk Floyd, John Cale, John Lennon y Yoko Ono en su primera época o Tangerine Dream, etc. Se comprenderá entonces que hay un camino de posible relación benéfica entre música culta y música popular, cada una en su terreno, con su lenguaje y sus funciones. En este intercambio, la música culta ofrecerá siempre su avanzado lenguaje musical, _sus descubrimientos formales y lingüísticos para que sean utilizados, sin mimetismos, por la música popular, y esta pondré al alcance de los compositores cultos su increíble capacidad de comunicación, su engarce entre la gente, su representatividad musical y social.

Todo lo que aquí venimos diciendo se ve inmerso en las necesidades comerciales de la industria discográfica y cultural en general. Y ciertamente estas necesidades comerciales son más evidentes en la música popular, que se ha convertido en una veta de oro a explotar por los comerciantes. Pero de eso no se salva nadie, ni, por supuesto, los músicos cultos.
La industria discográfica tiende a constreñir el marco creador de cada artista, exigiendo productos que se amolden a las modas que las necesidades de consumo del mercado imponen, sólo así se puede explicar la proliferación de modas y etiquetas con que se adornan ciertas corrientes a de la música popular que, por otra parte, son prácticamente iguales en estructura y contenido que las anteriores, aunque lleven nombre diferente. Pero tampoco se puede olvidar que ese mismo fenómeno ocurre, a una escala distinta si se quiere, en el terreno de la música culta, donde también se promoción a aquello que se ve puede obtener buenas ventas. Y cuando no es el condicionante comercial de la industria discográfica es el ideológico de los que financian las actividades musicales cultas, tantas entidades públicas y privadas que apoyan la música culta (o popular) como una forma más de ganar prestigio y hacerse promoción. Ellos también imponen sus condiciones, y los artistas han de aceptarlas o dejar de participar de estos circuitos.                           .
Todo el mundo habla, a mi parecer con gran desconocimiento, de los millones que cobra tal o cual “rockero”, e intentan hacer tabla rasa pregonando que el rock, y la música popular en su conjunto, están vendidos al poder del capital. Los que así hablan se olvidan bastante a menudo del estatus económico alcanzado por los grandes y menos grandes divos de la ópera, de la interpretación instrumental, por las grandes figuras de la dirección orquestal o por ciertos compositores estrellas que recién sale una partitura de su pluma tienen ya comprador seguro y promoción formidable.
El poder de la maquinaria de la industria cultural es enorme, y él deforma, distorsiona y condiciona la creación artística. El número de artistas enriquecidos con la canción popular es infinitamente superior al de enriquecidos con la música culta, pero también es infinitamente mayor el número de cantantes populares que malviven con su arte que el de compositores cultos que lo hacen de igual manera. La razón es simple, hay un número incomparablemente mayor de cantantes populares que de compositores cultos, y no sólo como consecuencia de la industria discográfica, porque la situación era igual cuando ésta no existía, sino también por problemas de complejidad del lenguaje, educación del público, etc.
Y él problema real es que este enfrentamiento entre música culta y música popular a lo único que conduce es a una división irreconciliable entre un género y otro, y a un desprecio mutuo entre practicantes y melómanos de ambas formas musicales, con lo que se asiste a una limitación importante del goce y disfrute de la música. Si quien ama la música culta desprecia la popular, lo que está haciendo es negarse a disfrutar de todo el calor, la pasión, la sensibilidad y la alegría lúdica que pueda ofrecer ésta. A la inversa, quien amando la música popular reniega de la culta por considerarla aburrida, sin utilidad y sin fuerza, está dejando a un  lado la posibilidad de disfrutar con un arte que forma parte de la cultura de la humanidad y que ha alcanzado un grado sofisticado y profundo en la evolución dé esa forma del lenguaje humano que es.la música. Y el ser humano no está para limitaciones, bastante son las que nos imponen a diario como para que nosotros aceptemos más de buen grado.
Si es verdad --y yo soy convencido de ello-- que el conocimiento hace libres, y que la libertad, con su posibilidad de elección, nos hace felices, es evidente que es necesario empezar la enseñanza de la música desde la escuela, poniendo en manos del niño los conocimientos necesarios para que disfrute de ella en cualquiera de sus formas. Y no se trata tanto de enseñar a tocar el timple o a escribir una partitura como de inculcar el amor por la música, por su historia y su significado. La creatividad llegará posteriormente. Y en esa enseñanza, naturalmente, se deberá prestar atención tanto a la música culta como a la popular, porque ambas forman parte de la cultura musical del género humano y porque ambas, con lenguajes diferentes, sirven para expresar condiciones y características complementarias del ser humano.





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