lunes, 14 de mayo de 2018

EN MEMORIA DE JOSEFINA SAMPER


EN MEMORIA DE JOSEFINA SAMPER, UNA HEROÍNA DE NUESTRO TIEMPO


Publicado originalmente en el Boletín de la Fundaciò L’Alternativa





El pasado 13 de febrero falleció Josefina Samper Rosas a los 90 años de edad. 90 años de coherencia, honradez, entrega y sacrifico volcados en la lucha permanente por una sociedad más justa, más humana y más libre. Creo que está justificado dedicarle estas líneas.

Cierto es que toda una vida como camarada, colaboradora y esposa de Marcelino Camacho tiene una especial significación en su biografía. Pero reducir la personalidad de Josefina Samper, a la de “compañera de vida y de lucha” del histórico y respetado sindicalista, como se la ha definido habitualmente en las necrológicas que se le han dedicado, es un reduccionismo de su figura, insuficiente para retratarla de cuerpo entero. En su lucha contra la dictadura, y en sus actividades anteriores y posteriores, Josefina Samper fue una mujer con una personalidad política propia e independiente, cuyo trabajo como organizadora social y política tuvo una relevancia importante que se ha destacado muy poco en este momento de las despedidas. Además, Josefina fue un ser humano de esos que Machado hubiera considerado “en el buen sentido de la palabra, bueno”, máxima dignidad a la que puede aspirar una persona.

Josefina había nacido en 1927 en Fondón, Almería, hija de una lavandera y un minero barrenador. El hundimiento de la minería de la zona en esas décadas obligó al padre a emigrar en busca de trabajo cuando ella tenía tres años. El lugar que eligió para quedarse, o al que pudo acceder, tenía sentido. Orán estaba a tiro de piedra (apenas 200 kilómetros en línea recta) y allí había trabajo industrial para compartir; además existía en la ciudad aún francesa, una importante colonia española que se había asentado en ella desde finales del siglo XVI. No se olvide que Orán había sido protectorado español hasta 1792. Sin llegar tan atrás, en 1912, de los 280.000 europeos que vivían en la ciudad, 95.000 eran franceses o de origen francés, mientras que nada menos que 185.000 eran naturalizados franceses de origen español (92.000) o directamente españoles que conservaban su nacionalidad (93.000).

He buscado estos datos, no por interés de entomólogo humano, sino para intentar hacerme una idea de en qué circunstancias y en qué medio social, cultural y político fue naciendo la conciencia de aquella niña que con cuatro años llegó a un mundo desconocido y tuvo que aprenderlo todo en él, inmersa en un medio social nuevo, totalmente distinto al español en la que hubiera tenido que crecer Josefina de no haber emigrado su padre. La Orán de aquellos años era una ciudad multicultural y políglota, abierta al mundo a través de su puerto y su pertenencia a Francia, en la que el mestizaje tenía que ser una característica fundamental. Mezcla de idiomas, de libros para leer, de costumbres y usos sociales, de vestimenta, de comidas, de ideas. En ese mestizaje, se conservaban, no obstante, las características propias de cada grupo nacional, y la niña Josefina formaba parte de uno muy concreto que estaba atravesando momentos fundamentales de su historia en aquellos años.


1931. Se proclama la II República Española.
Josefina Samper llega a Orán con cuatro años.

En aquellos convulsos y esperanzados tiempos republicanos, es posible suponer el rápido aprendizaje de la vida de aquella niña de entre cuatro y doce años, hija de padre de ideas avanzadas, que debió sentir con intensidad aquellos momentos que se vivían en su país lejano. Cabe imaginar a Josefina en enero de 1934, ya una persona inteligente y curiosa de seis años recién cumplidos, sentada en el suelo y escuchando a sus padres charlar con algún amigo maldiciendo el triunfo electoral de Gil Robles en el 33 o brindando por el del Frente Popular, en febrero del 36. ¿Habría intervenido en la conversación? Si no quizás entonces, muy pronto lo haría.

El 29 de marzo de 1939 el vapor Stanbrook atracó en la entrada del puerto de Mers el Kebir, a apenas siete kilómetros de Orán. Era el último buque que había conseguido partir de Alicante con republicanos españoles antes de la caída de la ciudad y la victoria final de los sublevados. Viajaban en él cerca de 3.000 hombres, mujeres y niños y estuvieron fondeados allí durante casi un mes. A los niños y mujeres les fueron dejando salir, pero los hombres debieron permanecer en el buque hasta que fueron trasladados a campos de concentración, de los que, por cierto, bastantes se escaparían para unirse a las tropas del general Leclerc, con las que liberarían París.

Para los republicanos españoles que habían vivido la guerra desde Oran con ilusión o desesperanza, según los momentos, siempre con pasión, la llegada del Stanbrook, signo palpable de la derrota, debió constituir un mazazo. Josefina tenía 11 años, a punto de cumplir 12, y el apoyo a aquellos derrotados se convertiría en su primera actividad política consciente. Dada la prohibición de que los adultos se acercaran al barco, tuvieron que ser los niños quienes se encargaron de llevarles comida, medicamentos, prensa, consignas y ayudas de todo tipo. Una labor militante y solidaria que, por desgracia, Josefina tendría que repetir con demasiada frecuencia en su vida.

Con esa edad, Josefina ingresó en las Juventudes Socialistas Unificadas, que desde la guerra había unido a los jóvenes socialistas y comunistas en lo que pronto se convirtió en la organización juvenil del PCE. Dos años después, con catorce, entró directamente en el partido. En aquella época se crecía pronto.

Es fácil discurrir cómo se debió desarrollar la vida de tan joven (y tan entusiasta y entregada) militante en aquellos años de consolidación de su personalidad y su conciencia política, moviéndose semiclandestina en una ciudad que, aunque francesa, estuvo Gobernada por los colaboracionistas de Vichy desde 1940 hasta el desembarco aliado de 1942. E incluso después, en una Oran ya liberada pero en la que se seguía internando en campos de concentración a los refugiados que llegaban de España. Recibirlos, encontrarles vivienda, comida, ropa, trabajo, darles ánimos…; actividades solidarias a las que una joven comunista de la época debía añadir las estrictamente políticas: reuniones de células, comités y grupos, reparto de propaganda, charlas, mítines… En fin, un no parar permanente.


1944. Un encuentro causal

El encuentro de Josefina Samper con Marcelino Camacho sí que lo han contado todas las notas periodísticas y es fácil de resumir: Marcelino llega a Orán huido de un campo con otros dos compañeros, el partido le pide a Josefina que les de de comer, se cruzan sus vidas y se enamoran. Es verdad, así de sencillo, pero no tan simple.

En aquella comida, o cena, Josefina era una joven de tan sólo 17 años, una edad que hoy en día sería considerada como postadolescencia, pero a la que ella ya llevaba cinco años de activismo político directo desarrollado en difíciles circunstancias. Marcelino, por su parte, era ya un hombretón hecho y derecho de 26 años, que no sólo se había evadido del campo argelino, sino que también lo había hecho de los dos españoles en los que los vencedores le habían encarcelado anteriormente, en una larga huída de los muros y rejas que le perseguirían toda su vida.

Fuera como fuera aquel encuentro, no se trataba de un encuentro casual, sino causal. El círculo social en el que se movían los comunistas y en general los antifranquistas de la época, en la clandestinidad o en el exilio, constituía necesariamente un grupo cerrado que se interrelacionaba entre sí, no sólo en su militancia, sino también en los aspectos más personales e íntimo. Dentro de ese grupo se celebraban las fiestas y los duelos, se brindaba en las bodas y se lloraban los fusilamientos, se hacían las excursiones dominicales y se regaban las calles de panfletos. Aquella era la manera, unidos por una causa común, como se conocían y enamoraban los comunistas de la época, y así se enamoraron Marcelino y Josefina. Y fue el suyo, sin ponernos cursis, un modelo de amor profundo, duradero y compartido. Un amor a la forma que cantó Rosa León:

Nos ocupamos del mar
y tenemos dividida la tarea.
Yo me ocupo de las olas,
él vigila la marea.



1957. Alicante y después

En 1957 Marcelino fue indultado en uno de aquellos indultos con los que el Caudillo intentaba mostrar su generosidad al mundo occidental y cristiano, que empezaba a aceptarle, cuando lo que realmente buscaba era dejar hueco en las cárceles a los nuevos presos que continuamente eran encarcelados; y de paso llenar España de expresos, supuestamente muertos de miedo y sometidos. Sea el caso, no obstante, que ese “perdón”, pues tal era el indulto, permitió que la familia, que ya se había incrementado con Yenia y Marcel, arribara al puerto de Alicante, de donde había partido el Starbrook 18 años antes, a bordo del barco argelino Sidi Bel Abbes. Era ¿casualidades de la historia? un 18 de julio de 1957.

La vuelta de Josefina y Marcelino no era cómo podían ser la de otros exiliados o emigrados que ponían pie en su tierra añorada tras largos años de ausencia, ni siquiera de aquellos antifranquistas que regresaban con la última esperanza puesta en que El Caudillo fuera el primero en morir. No, ellos volvían como luchadores políticos dispuestos a hacer desde el primer momento todo lo que estuviera en su mano para acabar con la dictadura. No es literatura. Aún se puede escuchar a Josefina en esta grabación contando, como si tal cosa, que lo primero que hicieron al instalarse en Madrid fue reunirse en el estanque del Retiro con el enlace clandestino del Partido. Un tipo de conciencia y responsabilidad militante que, a la vista de la actualidad, pudiera parecer un ejercicio de exagera ficción literaria, pero que realmente existió.

Ese carácter “político” de su regreso, en aquellos momentos precisamente, es lo que confiere un significado singular al trabajo militante que en los años siguientes iban a desarrollar, no sólo Marcelino, sino igualmente Josefina. Brevemente hay que situarlo.

En 1956 el PCE había lanzado su nueva política de Reconciliación Nacional, con la que básicamente se pretendía crear un frente amplio de opositores al franquismo, montando nuevas organizaciones de masas, que pudieran moverse en cierto ambiente de para-legalidad, rompiendo así la estricta clandestinidad a la que se habían visto obligados hasta entonces.

Para llevar a cabo esa política, el PCE envió a España a una parte importante de su dirección en el exilio, especialmente a cuadros que se habían formado durante la guerra en las JSU. Pasos clandestinos de la frontera, identidades supuestas y documentos falsos, vivir ocultos y al tiempo participar en citas y reuniones, una peligrosa labor en la que se jugaban la vida, que al menos en un caso les costó. Merecen ser recordados, aunque sólo sea con algunos nombres: Gregorio López Raimundo, Horacio Fernández Ingüanzo, Jorge Semprún-Federico Sánchez, Francisco Romero Marín, José Gros... Y Julián Grimau.

Los militantes regresados al interior como Josefina y Marcelino reunían las condiciones ideales para la puesta en marcha de las organizaciones de masas que se pretendían. A diferencia de los dirigentes clandestinos, cuya capacidad de movimiento y de trabajo público quedaba gravemente limitada por su propia condición de ilegales, los que conseguían entrar legalmente podían moverse casi con libertad, participar en reuniones públicas, y, en fin, equilibrar la difícil tarea de mantenerse la lucha sobre dos patas igualmente inestables: una, la clandestinidad partidista inevitable; otra, la para-legalidad de sus actuaciones públicas. Ni que decir tiene que un objetivo así no se hubiera podido conseguir sólo con la actividad de una docena de dirigentes vueltos del exilio, por muy heroicos que fueran, y lo fueron mucho. Para esas fechas, la organización comunista del interior, que a trancas y barrancas se había mantenido entre detenciones, caídas y fusilamientos, comenzaba de nuevo a llenarse de jóvenes militantes procedentes de las fábricas y universidades. También estaban otras organizaciones, especialmente las Juventudes Obreras Católicas (JOC) o la Hermanad de Obreros de Acción Católica (HOAC), que bregaron con entusiasmo desde el principio de todas las movilizaciones de esos años a caballo entre los 50 y los 60.

De aquella raíz nacieron todos los movimientos populares que de una u otra manera agruparon a los opositores al régimen. Desde los intelectuales, que en grupo firmaban cartas contra todo lo franquista que se moviera, hasta las luchas estudiantiles que condujeron al Sindicato Democrático de Estudiantes, las asociaciones de vecinos, campesinos, profesionales o culturales que nacieron en aquellos años. Todos conocemos la importancia histórica de Marcelino Camacho y de Comisiones Obreras, lo que me evita dar detalles. Menos conocido es el Movimiento Democrático de Mujeres (MDM), en cuyo seno Josefina, una de sus cofundadoras, realizó su trabajo político más significativo.

El Movimiento Democrático de Mujeres, fundado oficialmente en 1965 pero con raíces anteriores que sería largo relatar, fue la primera organización esencialmente femenina, unitaria, abierta y de carácter antifranquista nacida en la España de la Dictadura. Sin poderse considerar una asociación estrictamente feminista, pues los temas de género y similares no aparecieron en sus reivindicaciones hasta más tarde, sí que fueron debatidos en su seno los textos feministas entonces más avanzados, desde “El segundo sexo” de Simone de Beavoir o “La mística de la feminidad”, iniciándose en ese terreno. Lo que sí hizo el MDM por primera fue dar voz propia a las mujeres, contribuyó a su concienciación sobre su papel en la sociedad, y en aquella dictatorial en concreto, y en su organización como grupo social diferenciado y con reivindicaciones propias. Allí estuvo el germen de lo que con el paso de los años, ya enterrado el dictador, se convertiría, bien por continuidad del ideario original o por disensión con él, en el moderno movimiento feminista español, hoy felizmente en su momento más esperanzador. Su labor fue ingente, tejiendo poco a poco un importante entramado asociativo por toda España que consiguió gran influencia gracias a la creación de asociaciones legales o semilegales de Amas de Casa a todos los niveles, desde las que promovieron movilizaciones de todo tipo, huelgas de mercados, manifestaciones o encierros en iglesias, pliegos de firmas, montaje de charlas, conferencias y seminarios… Bien se podría decir que esa labor agitadora del MDM trasladó a los barrios obreros la lucha social que se estaba dando en las fábricas y universidades, y que aquellos grupos de mujeres fueron pioneros de las luchas vecinales que iban surgiendo a cada paso. Tal es así, que un informe policial de 1974 consideraba que la participación de las mujeres había hecho de los barrios obreros “el principal punto de incidencia de la agitación subversiva

1964. Burgos
Primera manifestación de mujeres de presos
Entre todas aquellas causas, destacó la de la liberación de los presos políticos, muchas de cuyas esposas y camaradas se incorporaron al movimiento, y la ayuda a los encarcelados. En unos años en que las prisiones volvían a estar llenas con nuevos detenidos de Comisiones y otras organizaciones, las exigencias de libertad para los presos no era un ruego de mujeres solitarias suplicando que les devolvieran a sus hombres, sino el núcleo de la decisiva batalla por la amnistía política que, si bien no sirvió para poner en la calle a los encerrados, si provocó el descrédito nacional e internacional, de la Dictadura, socavando en profundidad la credibilidad del régimen en sus 10 últimos año de existencia. Un importante batalla política en la que Josefina Samper jugo un papel en primera línea.

Aunque hasta 1967, año en el que Marcelino empezó a cumplir su primera condena efectiva que le llevó siete años a presidio, Josefina no sería estrictamente una “mujer de preso”, su labor solidaria con los encarcelados empezó antes, movida tal vez por la conciencia sobre el tema adquirida en su trabajo en Orán. También estaba a su lado, compartiendo piso familiar y militancia, su cuñada Vicenta, igualmente comunista, que ya había vivido esa situación cuando tras la guerra fueron encarcelados su padre y su hermano, y que ella misma había sufrido durante nueve años desde 1943, cuando fue encarcelada tras dos meses de torturas y palizas en su paso previo por comisaría.

A decir verdad, las mujeres habían ocupado las puertas de las cárceles desde el momento mismo en que el triunfo franquista las llenó de golpe, esperando saber lo ocurrido con sus familiares detenidos, especialmente hombres, pero también mujeres, e intentando ayudarles en lo que se podía, que no era mucho. Madres, esposas, hermanas o hijas que les llevaron de comer, les mantuvieron el ánimo alto, les transmitieron noticias e incluso consignas, además de lo cual alimentaron y cuidaron a las familias. No todas eran militantes políticas, pero la convivencia en situaciones tan difíciles contribuyó a crear en ellas un sentimiento de grupo, basado en afinidades amistosas o ideológicas, que perduró a lo largo de los años. Las mujeres de presos del MDM, además de continuar las mismas labores solidarias de sus antecesoras, le confirieron un estricto sentido político a aquel sentimiento de grupo, organizandolo y encabezando una batalla por la amnistía que no sólo las concernía a ellas como directamente implicadas, sino al conjunto de la sociedad. Reivindicando, simple y llanamente, el elemental y fundamental derecho humano a la libertad.

Josefina Samper. Manolita del Arco. Carmen Rodríguez.
Tomasa Cuevas. Dulcinea Bellido. Vicenta Camacho.

Fueron muchas, además de Josefina y Vicenta, las implicadas en aquella lucha. Carmen Rodríguez y Dulcinea Bellido, casadas respectivamente con Simón Sánchez Montero y Luis Lucio Lobato, que estuvieron allí desde el principio. Natalia Calamai, esposa de Nicolás Sartorius; Maruja Cazcarra, hermana del zaragozano Vicente Cazcarra; la canaria Mela Campos, compañera del pintor Tony Gallardo; Antonia López; Soledad Real… O Tomasa Cuevas, que tras cumplir su propia condena hubo de vivir la de su marido, Miguel -Miquel- Núñez, que aunque nacido en Madrid era un fundamental dirigente del PSUC. O Manolita del Arco, que con casi 20 años de cárcel propia, sufridos en paralelo a los que cumplía su marido, Ángel Martínez, tuvo que sufrir otros siete años de mujer de preso, cuando Ángel volvió a ser encarcelado en 1963, casi recién nacido el hijo que habían tenido al ser puestos en libertad tres años antes. 

En ese contexto, la actividad de Josefina fue extraordinaria. El ser esposa de un preso político le daban autoridad moral y legal para pedir su libertad publicamente. El que ese preso político fuera Marcelino, el más connotado internacionalmente de los presos políticos españoles, le permitía, además, convertirse en portavoz de todos ellos. Y ellas, que también había muchas mujeres en las cárceles. En compañía de otras compañeras, que siempre le acompañaron en esa función de portavoces, Josefina se entrevisto con jerarquías eclesiásticas y políticos nacionales e internacionales, recibió y acompaño delegaciones sindicales extranjeras, atendió a los periodistas que llegaban de fuera, habló ante grupos de juristas, estudiantes, amas de casa, asociaciones de vecinos…  En el prólogo a las memorias de Marcelino Camacho(1), Manuel Vázquez Montalbán recordaba así una de aquellas reuniones con Josefina y Dulcinea Bellido:

“Comienza la década de los setenta. Reunión en un piso de Barcelona para que algunos abogados informen sobre la situación de los dirigentes de Comisiones Obreras encarcelados y procesados en el proceso 1001. Junto a los abogados dos esposas de los detenidos: la de Acosta y la de Marcelino Camacho. Será difícil de explicar a las generaciones futuras, si no pasan por experiencias parecidas, cómo eran las compañeras de los perseguidos por el franquismo. Tenían la doble militancia: la que les comprometía con la gran causa general y universal de la emancipación humana, y la causa de primer plano, la sentimental, que les ligaba por un cordón umbilical invisible con el hombre a quien querían, frágil objeto de su de su deseo y de su memoria… Lo cierto es que aquellas dos mujeres supieron transmitirnos su serena angustia por los rehenes del franquismo en su frase terminal… Josefina Samper transmitía un temple histórico verdadero. No había retórica en sus palabras, ni siquiera la retórica superviviente que utilizaba la prensa del partido o las emisiones de Radio España Independiente”.





La casa de Carabanchel

Siempre que se ha hablado de Josefina Samper estos días se ha hecho referencia a la vivienda de Carabanchel en la que residió con Marcelino hasta que la ancianidad les obligo a buscar una casa más accesible y cómoda. Se cita como ejemplo de la modestia de la pareja y de la coherencia de su vida; y es verdad verdadera, pero no fue sólo eso. Aquella vivienda en el tercer piso del número 25 de la calle Manuel Lamela fue también un importante centro de actividad solidaria y social, política en definitiva, en la que Josefina jugo un papel esencial.


La vivienda, tan parecida por otra parte a tantas otras de antifranquistas de aquellos años, pequeña, amueblada modestamente pero con libros y libros en la paredes y con un cierto punto de hacinamiento, tenía con todo una peculiaridad que la caracterizaba: todos los que vivían en ella eran militantes clandestinos. No sólo Marcelino y Josefina, sino también Vicenta, la hermana de él, y los dos hijos: Yenia y Marcel, que muy jóvenes se unieron a la lucha. Cada uno en una organización distinta, todos enfrentados al peligro de la detención, todos vigilados permanentemente por la Brigada Político-Social, que siempre tenía un coche en la puerta. En el reciente libro publicado por Yenia Camacho Samper sobre sus recuerdos infantiles(2), rememora el frecuente gesto de su madre de mirar a la calle desde el balcón corriendo disimuladamente las cortinas. No era cotilleo vecinal, sino una tensa espera con la preocupación de que Marcelino hubiera sido detenido o le fueran a detener los policías que también le esperaban en la calle. Esa permanente inquietud por la suerte del marido se incrementaba con la posibilidad de que los otros miembros de la familia hubieran sido igualmente detenidos. O el insomnio por el retraso nocturno de alguno de ellos. O los pasos desconocidos en la escalera, que bien podían indicar un registro.

Pese a todo, a aquella casa sitiada no dejaban de acudir personas que se saltaban el sitio: compañeras de la asociación, mujeres de otros presos que residían fuera de Madrid y necesitaban un lugar en el que quedarse cuando les visitaban, amigos y camaradas de los hijos, que quedaban allí para luego ir a un guateque o a tirar panfletos por la calle. Muchas personas entraban y salían de aquella casa sin que, por otro lado, la policía, que conocía o suponía bien la condición de los visitantes, pudiera hacer nada para evitarlo. Por mucho que les hubiera gustado, ni en la peor dictadura del mundo podía considerarse delito político jugar al julepe entre amigas o recibir a una conocida de Canarias o Valladolid que te han traído de regalo una pata de cerdo asada o unas ristras de chorizos; que es lo que hubieran estado haciendo las reunidas en caso de interrupción policial.

Tampoco podían ser reprimidas las intensas tareas solidarias que tenían como centro Manuel Lamela 15. Con cierta frecuencia, los sociales de la calle veían pasar a reporteros franceses con las cámaras en ristre, a diputados daneses en busca de información, a solidarios sindicalistas suecos, y poco podían hacer excepto pasar al comisario Yague el informe pertinente. Tampoco podían hacer nada cuando cada sábado las luces de aquel tercer piso permanecían encendidas toda la noche y a través de los visillos se podía seguir el incansable trajín de mujeres que guisaban para llenar aquellas dos famosas ollas de 10 kilos con comida que llevar aún caliente a la cárcel a la mañana siguiente. Podía considerarse una labor simplemente caritativa o de solidaridad familiar: dar de comer a los suyos encarcelados, pero era mucho más. Aquellas noches de guiso solidario no afectaba sólo a la familia, o a otras mujeres de presos, sino que funcionaba como una onda expansiva que salía fuera de los muros de la casa en vigilancia y alcanzaba a todo el barrio. Hasta el piso colindante, done vivían Dolores y su hija Lola, que tanto colaboraron. Hasta el carnicero del barrio, que se encargaba de que la carne para la olla saliera más barata o gratis. Hasta el taxista que las llevaban a Carabanchel, que al enterarse del objeto de tan enormes recipientes humeantes, muchas veces no les cobraban la carrera.

Se podrían contar muchas cosas de la actividad social y militante de Josefina Samper durante aquellos tiempos del franquismo, no por tardío menos represivo. Por ejemplo, su participación frecuente y entusiasta en el Club de Amigos de la Unesco de Madrid, probablemente el más importante de los centros de cultura antifranquista de aquellos años. En él se veían aquellas mujeres de la UDM prácticamente todos los días, asistían a las charlas, participaban en los coloquios, salían en las excursiones, y, sobre todo, mantenían largas charlas con los más jóvenes para los que acabarían constituyéndose en modelos de vida y de coherencia, política y personal.





1977. Acaba la dictadura, sigue la lucha

Muerto el Caudillo por descomposición general, puestos en libertad los presos políticos y llegada la democracia, es bien sabido el papel jugado por Marcelino Camacho en la transición y después, sobre todo en el terreno sindical pero también en el político. No insistiré. ¿Pero que sucedió con Josefina Samper y con las otras mujeres que con semejante temple había luchado por traer una libertad a España que, al parecer ya había llegado? Pues sencillamente siguieron cumpliendo su labor de militantes de base, integrándose en las Agrupaciones sectoriales o territoriales en las que continuar la lucha, pues el franquismo había acabado, pero aún quedaba para alcanzar la igualdad y la justicia que las habían movilizado desde tan jóvenes. Llegaría la jubilación y ellas seguirían allí, en su puesto, dando siempre con su esfuerzo, su coherencia, su lucha y su valentía un ejemplo de dignidad humana y fidelidad militante. Todavía en 2015, Josefina cerró la lista de IU a las elecciones municipales de Majadahonda, la localidad en la que residía el matrimonio desde que la salud les obligo a dejar el piso sin ascensor de Manuel Lamela, y en cuya campaña participó muy activamente.




Permitaseme, para terminar, un detalle personal y emotivo en recuerdo y homenaje a Josefina Samper y a quienes como ella le dieron a La Historia más de lo que La Historia les devolvió:


RECORDEMOS SUS NOMBRES

Se llaman Carmen, Lola,
Dulcinea, Vicenta,
María, Josefina,
Remedios o Teresa.
Recordemos sus nombres.

Recordemos sus nombres,
que no borre el tiempo
su huella en el camino.
Recordemos sus nombres,
que queden para siempre
en la memoria de los niños.
Recordemos sus hombres,
que no se pierdan
en la noche de los siglos.
Recordemos sus nombres,
clavados en la anónima
cruz del heroísmo.

Se llaman Dulcenombre,
Manolita, Isabel,
Tomasa, Luzdivina,
Carmelita, Ana Clara.
Recordemos sus nombres.

Recordemos sus nombres,
palomas que vuelan
protegiendo el nido.
Recordemos sus nombres,
que no los trague
el pozo negro del olvido.
Recordemos sus nombres,
heroínas transparentes
de espejos invertidos.
Recordemos sus nombres,
que sean norte y ejemplo
de los vivos.







[1] “Confieso que he luchado”.  Temas de Hoy, 1990. Hay edición actual: Atrapasueños 2016.
[2] “De Oran y del regreso”. Editorial Atrapasueños, Madrid, 2016.